Tía Selma llevaba toda la razón en lo referente a mi guía. No regresó una vez, sino cincuenta; se dedicaba a recorrer a paso largo la callejuela, muy ufano, y luego cada vez más cortado. No dejó de insistir en ello hasta que mi tía, harta ya, le permitió cruzar el umbral y plantarse, torpe y con la chechía ladeada, en medio del patio revestido de mármol, cuyas nervaduras azules yo no dejaba de admirar en mis horas de ensoñación.

―¿Qué quieres de nosotras? ―le dijo―. Tuviste la amabilidad de escoltar a mi sobrina, por lo que te dimos sobradamente las gracias. Sin embargo, eso no es razón para quedarte plantado delante de mi casa a la vista de todo el barrio. ¿Acaso crees que esto es un burdel o qué?

Él se ruborizó hasta la raíz del cabello y, patidifusa, descubrí que, refinamiento urbano o no, mi tía podía mostrarse grosera al hablar con los hombres cuando se le antojaba.

―¡No, a ver, seamos serios! Vas y vienes, no paras de dar vueltas y de andar merodeando por aquí, en plan gallito. ¿Y qué? Esta es una casa respetable. Mira, descargador, debes comprender una cosa: aquí no necesitamos a ningún hombre. ¡Y mucho menos a un pillastre!

Se contoneó dos segundos y luego soltó, muy tieso:

―Vengo a pedir la mano de bint el hassab wen nassab[20].

Ella le interrumpió, furiosa.

―¡Bint el hassab wen nassab no está disponible para casarse! Así que, ¡hala, ligerito, a tomar viento!

―¡Pero es que quiero casarme con ella según los preceptos de Dios y de su profeta!

―¡Pues bien, yo no quiero! Sus padres la han enviado aquí a descansar y tú estás perjudicando su reputación, cuando la muchacha no sabe ni dónde empieza ni dónde acaba Tánger…

Él vaciló.

―¡Quiero oírlo de sus propios labios!

―¿Qué es lo que quieres oír?

―Quiero oírle decir que no quiere saber nada de mí. Y deje de gritarme, de lo contrario le partiré la cabeza en dos con la maza del almirez, esa que ha puesto a secar ahí en el rincón, a su izquierda.

Mi tía se quedó sin habla. Yo huí hacia la cocina, muerta de risa. El muy tunante no se dejaba impresionar por el porte altanero de mi tía, y eso me gustaba. Cuando volví al patio, los vi conversar con gravedad por medio de monosílabos. Sentí que estaba de más y fui a encerrarme en la habitación de enfrente, la que desde hacía quince días había pasado a ser la mía. Para mantener la mente ocupada, conté las baldosas que iban en línea recta desde la cama hasta la puerta y traté de compararlas con los losanges marrones que cruzaban el cuarto en diagonal.

La cena fue breve y silenciosa. Yo ignoraba que fuera posible aderezar el pescado con tan sólo unas aceitunas y unos trozos de limón encurtido para preparar con él un guiso principesco.

―Es una marguet oumelleh, una salsa cuya receta me dio una vecina tunecina ―dijo tía Selma―. Retén el nombre, y sobre todo recuerda que se requiere mero para que la receta salga bien. ¿Sabes que tu pretendiente resulta conmovedor…?

Guardé silencio mientras me impregnaba las papilas de aquel jugo de pescado perfumado con alcaparras, reservando la carne tierna y blanca para el exquisito bocado final.

―Está enamorado y es sincero, y creo que puede hacerte feliz. No obstante, tengo la impresión de que eres un culo inquieto. ¡Oh, es inútil que protestes! Ni siquiera sabes que tienes un culo, esa cosa que podría sacar de sus casillas a la tierra y arrancar lágrimas a los almendros en flor. ¿Quieres volver a casarte?

―No.

―Claro que no, porque no sabes nada de los hombres. Tu Hmed se limitaba a ensartarte como el viejo chivo que es, pero no fue muy lejos en la exploración. Te quedan tantas cosas por descubrir…

―Lo que he vivido me ha quitado las ganas de hombres por completo.

―Te lo ruego, cierra la boca dos segundos y deja hablar a esta vieja, pues «quien te precede en una noche, te aventaja en un ardid», como reza el proverbio. ¿Quién habla de hombres? No has conocido al Hombre con mayúscula, eso es todo. Y óyeme bien, estoy segura de que tu descargador logrará que percibas el olor de la pólvora. Eso sí, no tiene un céntimo, sólo dispone de su rabo y de su corazón para rogar al Dios del cielo que le conceda fortuna.

Encendió una varita de incienso y un cigarrillo y, con aquel aroma acre llenándole la boca, prosiguió:

―Si quieres un hombre, uno de verdad, tener hijos tan hermosos como las cúpulas de Sidi Abdelkader, reír toda la noche y abrillantarte la piel con esencia de jazmín, sin preocuparte de qué te aportará el mañana ni de si algún día serás rica, colmada de oro y de diamantes, no tienes más que aceptar a tu descargador. Sin demora. Mientras aún seas inocente y carente de deseos. ¿Sabes?, te ama como sólo los puros saben amar.

Durante un buen rato se puso a ir y venir por su habitación, o más bien por su alargada alcoba, antes de añadir:

―Ahora bien, si quieres otra cosa…, algo mejor o bien mucho peor…, si deseas volcanes y soles, si la tierra no vale un comino a tus ojos, si te sientes capaz de recorrerla de una sola zancada, si sabes sorber las brasas sin un gemido, caminar sobre las olas sin ahogarte, si quieres mil vidas en lugar de una sola, reinar sobre los mundos y no satisfacerte con ninguno, ¡entonces Sadeq no es el camino que debes tomar!

―¿Por qué me hablas así? No quiero nada, ya lo sabes. Únicamente olvidar y dormir.

―Ya lo creo que dormirás, pero no dejarás de hacerte un millar de preguntas. A tu edad las penas duran lo que dura una lágrima y, en cambio, las alegrías son eternas, como tu alma. Sólo te pido que reflexiones y que mañana me digas si quieres o no quieres a ese descargador por marido.

Dormí con los puños apretados, sin soñar con nadie, sin necesitar nada. No dije ni palabra, más preocupada por el destino de los geranios que por el mío, y velando por que Adam, gato atigrado y sin la menor duda salvaje, encontrase a las dos de la madrugada, al volver de sus escarceos por los tejados del barrio, las albóndigas de carne que le hacían recuperar fuerzas.

Tía Selma autorizó a Sadeq a que viniese cuando quisiera, cuando pudiera, a sentarse en el banco de madera de olivo plantado justo en medio del patio, donde se dedicaba a hablar y a llorar. A llorar y a hablar. Me dijo que Tánger era cruel, que me había acompañado hasta allí, a casa de aquella señora de la que se decía que era una mujer libre, loca y tan hermosa como para convertir a un demonio al islam. Que me quería precisamente porque nunca le hablaba y porque tenía unos ojos que le impedían dormir, trabajar y emborracharse dignamente con anisete en compañía de sus amigos. Que volvía a frecuentar los muelles del puerto de Tánger por la noche, cuando se levanta la bruma y los barcos silban su pena, con la chechía en la cabeza, el vientre lleno de vapores y el alma partida en dos, gritando y blasfemando a pleno pulmón. «Si me abandonas ―decía―, me oxidaré en el muelle sin que ninguna adorada lance un alarido a mi regreso, sin que pueda traer un hijo al mundo. Te lo ruego, Badra, no dejes a mi madre sin hijo».

Era hijo único, y su madre perdió la razón el día en que él se tiró a un tren de mercancías, después de que yo le hubiera dicho, con aire distraído y harta de un año de lloriqueos: «Vete, no te quiero ni un poquito».