Tía Selma encendió su quinto Kool de la mañana y me miró con los ojos entornados y el índice autoritario.
―Bien, ya te has librado de ese viejo gilipollas que ventosea en la cama en lugar de satisfacerte. Que Dios perdone a los ciegos que te pusieron en las manos de semejante inepto. Oh, desde luego hay mucho que decir sobre lo que me has contado, pero no corre la menor prisa. Volveremos a hablar de ello tranquilamente en otra ocasión. Ahora se impone descansar, recuperar fuerzas y olvidar.
Al cabo de un momento prosiguió:
―Pero dime, a ese bribonzuelo que te trajo ayer aquí, ¿de qué lo conoces?
Le conté los hechos, que ella interpretó sin duda como mi primera «aventura» en Tánger. Aplastó el cigarrillo en una pata del brasero.
―¡Te apuesto lo que quieras a que regresa a merodear en torno a la casa esta misma tarde! ¡El ojo del gato no puede dejar escapar un bocado apetitoso!
Deseaba lavarme y se lo dije. Puso una gran olla a calentar sobre un hornillo de petróleo, que empezó a silbar y a chisporrotear hasta que su larga llama de un amarillo nauseabundo se volvió azul, para acabar virando a un rojo incandescente. Depositó un gran barreño en el suelo de la cocina.
―Hoy te lavarás aquí, pero no tardaré en llevarte al hammam. Ya verás, no tiene nada que ver con los baños árabes de allá.
Aquel «allá» dejaba traslucir un despecho que los años transcurridos no habían conseguido desdibujar. Desde el asunto de tío Slimane, tía Selma vivía con el corazón roto.
Luego me enseñó los servicios, situados en un rincón.
―Irás estreñida durante un par de días debido al cambio de aguas, pero al menos ahora sabes dónde aliviarte. Y no hagas caso de la enorme trampa que he dispuesto en un rincón. Las ratas me traen de cabeza. Salen por la noche de las alcantarillas, pero, que Dios las cuelgue por el rabo, el queso las vuelve locas, ¡así que en el pecado llevan la penitencia!
Al contacto con el agua caliente me embargó una sensación de ligereza y plenitud como no había sentido desde hacía mucho tiempo. Con los ojos cerrados, mis manos se arriesgaron a resbalar por mis hombros y mis caderas. Burlona, el agua se deslizaba hacia el delta del pubis, y las puntas de mis senos se tendían hacia la leve mordedura del aire.