Tía Selma escuchaba con una arruga de preocupación surcándole la frente. Las palabras resultaban explícitas, y las mías se envalentonaban para hacerla partícipe de una miseria lacrada con el sello del secreto. Jamás habría imaginado que le hablaría abiertamente de mi cuerpo y sus frustraciones. Por primera vez en mi vida me encontraba allí sentada, hablándole de igual a igual, convertida en mujer tras haber sido durante tanto tiempo su jovencísima sobrina. Ella lo sabía, constataba su edad y la mía, y aceptaba la mordedura del tiempo, tras la del varón inconstante y despreocupado. Llena de ternura hacia ella, y sintiéndome cómplice, admiré sus pechos todavía firmes de cuarentona, su piel de tafetán, y pensé en las campesinas de Imchouk que acudían desde lejos para admirarla. ¿Cómo pudo tío Slimane pisotear semejante opulencia y, sobre todo, cómo pudo dejarla marchar?