No, no amé a Hmed, pero creí que al menos me serviría de algo: baria de mí una mujer. Me liberaría y me cubriría de oro y de besos. Sin embargo, lo único que consiguió fue despojarme de mis risas.
Todas las tardes regresaba a las seis, con sus registros de estado civil bajo el brazo, muy tieso. Besaba la mano de su madre, saludaba apenas a sus hermanas, me hacía un discreto saludo con la mano y se instalaba en el patio para cenar.
Servirle y luego quitar la mesa. Reunirme con él en el dormitorio conyugal. Abrir las piernas. No moverme. No suspirar. No vomitar. No sentir nada. Morir. Mirar fijamente el kilim colgado de la pared. Sonreír a Saïed Ali decapitando al ogro con su espada ahorquillada. Secarme la entrepierna. Dormir. Odiar a los hombres. Su picha. Su esperma, que huele mal.
La primera en sospecharlo fue mi hermana Naïma: las cosas no iban muy bien entre Hmed y yo. Ruborizada, intentó indicarme cómo arreglármelas para recoger algunas migajas de la mesa del placer masculino. En mi calidad de mujer insatisfecha e incapaz de decirlo, la traté con aspereza. Y todas las noches, salvo cuando tenía la visita, continué abriéndome de piernas para un chivo cuadragenario que quería hijos y no podía tenerlos. No estaba autorizada a lavarme después de nuestros siniestros retozos, pues ya al día siguiente de la boda mi suegra me había ordenado que conservase la «preciosa simiente» dentro de mí a fin de quedarme embarazada.
Por muy preciosa que fuera, la simiente de Hmed no daba fruto alguno. Yo era su tercera esposa y, al igual que las dos anteriores, mi vientre permanecía estéril, peor que una tierra dejada en barbecho. Soñaba con que me crecieran zarzas en la vagina para que Hmed se desollara el nabo en ella y renunciase a volver a penetrarme.