Hmed tenía cuarenta años. Yo acababa de cumplir diecisiete. Pero era notario y el título le confería un poder desmesurado a los ojos de los aldeanos: el de plasmar su existencia en los registros del Estado. Ya había contraído matrimonio dos veces y repudiado a sus mujeres a causa de su esterilidad. Con fama de sombrío y colérico, vivía en una hermosa propiedad familiar situada a la salida del pueblo, no lejos de la estación del ferrocarril. Todo el mundo sabía que dotaba generosamente a sus futuras esposas y les ofrecía una boda fastuosa. Era uno de los mejores partidos de Imchouk, ansiado por las vírgenes modositas y sus codiciosas madres.
Un día la madre de Hmed empujó la puerta de mi casa y supe de golpe que me había llegado el turno de poner la cabeza en el tajo. Sorprendí a una campesina cuchicheando a mi madre sus consejos de falsa aliada.
―¡Acepta! Tu hija ya es toda una mujer; no puedes permitir que siga yendo a la ciudad a proseguir sus malditos estudios, que no le servirán para nada. Si te obstinas en ello, le crecerán lombrices y la comezón la obligará a partir a la caza del macho.
Ciertamente los estudios no me decían gran cosa, pero la perspectiva de volver a enclaustrarme en casa tampoco me agradaba. El primer y único colegio para chicas de Zrida me servía de salvoconducto para salir de mis cuatro paredes, y el pensionado me permitía, sobre todo, escapar a la vigilancia de Ali, el gallito de mi hermano mayor, que cifraba su honor en las bragas de las hembras de la tribu y a quien la muerte reciente de mi padre designaba de oficio como mi tutor. Mandar a las mujeres permite a los muchachos autoafirmarse como rjal[13] y viriles. Sin una hermana a mano a la que moler a palos, su autoridad se resquebraja y se atrofia como una pilila carente de inspiración.
Mi futura suegra no esperó a recibir la conformidad definitiva de mi madre para pasar revista a las capacidades que harían de mí una esposa digna de su clan y de su hijo. Se dejó caer con su hija mayor en el hammam un día en que yo me encontraba allí. Me examinaron de pies a cabeza, palpándome los pechos, las nalgas, las rodillas y luego la curva de las pantorrillas. Tuve la sensación de ser un cordero dispuesto para el Aïd. Sólo me faltaban las cintas de la fiesta. Sin embargo, conocedora de las reglas y las costumbres, me dejé hacer sin lanzar balidos. ¿Por qué vulnerar los códigos bien engrasados que transforman el hammam en un zoco donde la carne humana se vende tres veces más barata que la carne animal?
Luego le tocó a la abuela, una centenaria cubierta de tatuajes desde la frente hasta los dedos de los pies, el turno de cruzar el umbral de la casa familiar. Se instaló en el patio y me observó mientras me dedicaba a las tareas domésticas, al tiempo que escupía el jugo del tabaco en un gran pañuelo a cuadros azules y grises. Mi madre no dejó de lanzarme miraditas, incitándome a aplicarme, sabedora de que la vieja arpía pasaría un informe a los suyos sobre mis aptitudes como ama de casa. Yo sabía muy bien que había fraude en la mercancía.
Hmed me había conocido siendo yo muy pequeña y desde hacía dos años me comía con unos ojos febriles a cada ida y venida del colegio. Vio cómo caminaba, con los ojos bajos y apretando el paso para escapar de las miradas lascivas y las lenguas afiladas, y consideró que yo era un bonito agujero donde introducirse y un buen asunto para liquidar. Quería hijos. Sólo varones. Penetrarme, dejarme embarazada y luego pavonearse en las fiestas de Imchouk, abombando el torso y con la cabeza bien alta por haberse asegurado una descendencia masculina.
El invierno de 1962 me encontró no sentada en el banco del colegio, sino inclinada sobre los manteles que había que bordar, los cojines que había que rellenar, las mantas de lana cuyos motivos debía elegir para incorporarlas a mi ajuar. Como príncipe encantador, soñaba con algo mejor que Hmed, y sobre todo más joven. Me avergonzaba haber aceptado que me quebraran los dedos y la voluntad con tamaña frescura. Para manifestar mi disconformidad con la horrible mascarada, empecé a llevar qamis[14] sin forma y a recogerme el cabello con el primer pañuelo que encontraba en la cuerda de tender. Sentía asco de mí misma.
El colegio quedaba lejos, y el recuerdo de las compañeras, entre ellas la hermosa Hazima, empezaba a desdibujarse. Las noticias del mundo exterior que divulgaba la radio me llegaban como en sordina. La vecina Argelia ya era independiente y el FLN triunfaba. La noticia hizo bailar en la calle a Bornia, la simplona, cual si fuera un sátiro en femenino. Sus grandes pies, calzados con pesados zuecos, plasmaron la medida de su triunfo en la tierra gredosa del mercado.
No salía de mi domicilio salvo para dirigirme a casa de Arem, la modista. Durante el trayecto rodeaba ex profeso la casa de las hajjalat[15]. Bordear los muros de las chicas Farhat podía costar caro a las mujeres que se arriesgaban a ello. Pero yo ya había aventurado una mirada a algo más íntimo que su casa, y el recuerdo agridulce que de ello me quedaba era como una risa sarcástica y socarrona en la cara de Imchouk la severa.
Mi boda inminente me aportó algunos privilegios. Una joven campesina me sustituyó en las labores domésticas, pues no era cuestión de que me estropeara las manos fregando el embaldosado, hilando la lana o amasando el pan. Vivía como un Ali en femenino: sin duras tareas que despachar ni órdenes que ejecutar. Tuve derecho a menús opulentos, y el mejor trozo de carne me correspondía por derecho. Debía conseguir un vientre respetable antes de meterme en el lecho conyugal. Me atiborraron de salsas untuosas, de cuscús regado con sman[16], de baghrir chorreante de miel. Sin olvidar los dulces rellenos de dátiles o de almendras ni, oh gran lujo, los tajines[17] de piñones, ese delicado manjar. Fui ganando una libra de grasa al día, y mi madre se regocijaba al ver mis mejillas coloradas y rollizas.
Luego me enclaustraron en una habitación oscura. Privada de sol, mi piel palideció y se fue blanqueando ante la mirada aprobadora de las mujeres de mi clan. Una piel clara es un privilegio de ricos, al igual que el color rubio lo es de los rumies y los turcos del Asia central, descendientes de los deys, de los beys y, sobre todo, de los jenízaros, los mercenarios de los que Driss me hablaría más tarde con manifiesto desprecio.
A continuación me prohibieron las visitas por temor al mal de ojo. Era reina y esclava a la vez. El objeto de todas las atenciones y la única que no tenía ni voz ni voto sobre cuanto ocurría a mi alrededor. Las hembras del clan me preparaban para la inmolación susurrándome que correspondía a las mujeres seducir el corazón de los hombres. «¡Y su cuerpo también!», cuchicheaba Neggafa, la depiladora titular de Imchouk. Mi hermana replicaba, maliciosa: «Y ¿qué decir de un hombre que no consigue seducir a su mujer? ¿Cuál es su valor, si a eso vamos?».
Por fin llegó el día de la boda. Neggafa empujó nuestra puerta de buena mañana. Preguntó a mi madre si quería verificar la «cosa» con ella.
―No, hazlo tú sola. Confío en ti ―respondió mamá.
Creo que mi madre intentaba ahorrarse la turbación que semejante «verificación» jamás deja de suscitar, ni siquiera entre las alcahuetas más endurecidas. Yo sabía a qué examen ibati a someterme y me preparaba para ello, con un nudo en la garganta y los dientes apretados de rabia.
Neggafa me pidió que me tendiera y me quitase las bragas. Acto seguido me separó las piernas y se inclinó sobre mi sexo. De pronto sentí cómo su mano me separaba los labios y un dedo se introducía entre ellos. No grité. El examen fue breve y doloroso, y conservé el eco de su quemazón como una bala recibida en plena frente. Únicamente me pregunté si se habría lavado las manos antes de violarme con absoluta impunidad.
―¡Enhorabuena! ―lanzó Neggafa a mi madre, que apareció en busca de noticias―. Tu hija está intacta. Ningún hombre la ha tocado.
Detesté con ferocidad tanto a mi madre como a Neggafa, las dos cómplices y asesinas.