Tía Selma es tangerina de origen. Llegada un buen día del brazo de tío Slimane, había visto por primera vez en su vida un uadi en plena crecida. Rubia y entrada en carnes, agarró sin miramientos el moisés que me servía de cuna y besuqueó al soberbio bebé que yo era, ante la mirada nerviosa de mi padre, poco habituado a ese tipo de efusiones.
Estábamos las dos instaladas bajo el saledizo del patio, de tejas verdes desconchadas, y era como si estuviésemos solas en el mundo, fuera del tiempo, lejos de Tánger. Seguía sonriendo ante el recuerdo de su llegada a Imchouk, rebosando ingenuidad e incongruente por completo, y ante el recibimiento que le dispensó mi padre, visiblemente contrariado.
―¿A causa del uadi? ―quise saber.
―¡Desde luego que no! ¡Por tu causa más bien! Una boca más para alimentar cuando los tiempos se estaban volviendo duros y tu madre, tras una tregua de cinco años, parecía dispuesta a ponerse de nuevo a parir como una coneja.
Le dije que mi padre nunca me había hecho sentir que yo fuera una carga.
―¡Y con razón! Eras su preferida. Tu padre era un hombre tierno, pero tuvo que ocultar su naturaleza sensible bajo un cúmulo de silencios falsamente desabridos. ¡Oh!, no siempre resulta alegre ser un hombre, ¿sabes? No tienes derecho a llorar, ni siquiera cuando entierras a tu padre, a tu madre o a tu hijo. No debes decir «te quiero», ni que tienes miedo o que has pillado unas purgaciones. Ante tal estado de cosas, no es de extrañar que nuestros hombres se conviertan en monstruos.
Creo que fue la única vez en que vi a tía Selma mostrar algo de compasión hacia los hombres.
Mientras hacía rodar las migajas del pastel de sésamo que había depositado junto a mi taza de café, no dejé de escrutar su rostro a hurtadillas, temiendo descubrir en él alguna renuencia o una señal de contrariedad. No, tía Selma no parecía reprocharme que hubiera aterrizado en su casa sin avisarla. Me dejó salir suavemente de mi ensueño, mientras se contentaba con fumar y beber a sorbitos sus vasos de té, evocando tan sólo sus recuerdos de Imchouk con el fin de hacer que le abriera mi corazón, que adivinaba cerrado con candado por el odio y la cólera. Desesperada por verme abordar de frente la cuestión, acomodó sólidamente los brazos sobre el vientre, dio vueltas a los pulgares y atacó:
―Bien, ahora dime: ¿qué vienes a hacer aquí? Confío en que no habrás pegado fuego a tu casa ni envenenado a tu suegra… Prefiero confesártelo cuanto antes: siempre pensé que esa boda estaba condenada al fracaso. Sé muy bien que una debe contraer matrimonio, ¡pero no a ese precio!
Bajé la cabeza. Si quería ser sincera con ella, debía contárselo todo con detalle. Sin embargo, eran tantas las cosas que me dolían y que deseaba borrar para siempre de mi memoria…