Tía Selma se hallaba en plena fiesta femenina cuando fui a importunarla. Más adelante me enteré de que en Tánger las primeras horas de la tarde pertenecen a las mujeres. Se reúnen con su indumentaria más suntuosa, mundanas y joviales, en torno a bandejas de repostería, para beber a sorbitos café o té, probar los cigarrillos españoles o americanos e intercambiar chistes atrevidos, chismes y confidencias, sinceras sólo a medias. Las ichouiyattes eran uno de los ritos sociales más serios, casi tan importantes como las frouhates, esas veladas de boda, de circuncisión o de esponsales, empalagosas y protocolarias, en las que hay que lucir los más bellos atavíos y no parecer jamás ni pobre ni abandonada por el marido.

Me acomodó en una fresca habitación y encendió una lámpara de petróleo, disculpándose por tener que dejarme: «Lo comprendes, ¿verdad?, hay personas que me esperan allá arriba, en casa de la vecina». Depositó un jarro de agua y un vaso sobre la mesilla y me dijo que no tardaría en volver. Bebí largos tragos de agua, del mismo jarro, y me dormí casi enseguida, agotada. La visión del hombre con mono de fogonero me acunó hasta que me sumí en la inconsciencia, en unos sueños estriados de gris y amarillo, como un cielo de tormenta otoñal.

Desperté en mitad de la noche, hambrienta, con una almohada bajo la cabeza y una manta de lana echada sobre las piernas. El sofá era estrecho y duro, y los ruidos de la casa me resultaban desconocidos. A mis pies yacía el hatillo, en el que había metido un pan tierno y dos huevos duros. El hambre es más poderosa que el miedo. Con los ojos cerrados, devoré mi pitanza en aquella habitación oblonga donde la sombra inmensa de los muebles se proyectaba, hostil, en las paredes y el techo, más alto que los de Imchouk.

Volví a dormirme al tiempo que me prohibía toda reflexión. Estaba en Tánger. Poco importaban mis veinte años, que no tenían nada a lo que aferrarse. Había dejado atrás mi pasado, que se alejaba como se alejan las nubes cargadas de granizo, apresuradas y culpables. Sin embargo, Imchouk seguía allí e irradiaba toda su luz. En mis sueños corro siempre descalza, y atajo a través de los campos de cebada y de alfalfa para despistar a mis compañeros de juegos, con los cabellos sembrados de amapolas y la risa cantarina.

Imchouk es a un tiempo necia y extraña. Tan insípida como la insipidez misma y más tortuosa que las grutas de Djebel Chafour, que en su flanco oeste la dejan expuesta a los vientos y al guijarral negro y resquebrajado del desierto. A apenas dos pasos del infierno, el verdor que resplandece en ella, exuberante y pagano, parece mofarse de las arenas que lo acechan y ponen cerco a sus vergeles. Las casas son bajas y blancas, las ventanas, estrechas y pintadas de color ocre. Un minarete se yergue en el centro, no lejos del bar de los Incomprendidos, único lugar donde los hombres pueden blasfemar y vomitar en público.

El uadi Harrath ha dibujado en Imchouk una hendidura que divide la población en dos gajos de luna enfrentados. De niña solía sentarme entre los lujuriantes laureles que ondulan, amargos y embusteros, en sus orillas para verlo correr, burlón y traidor. Al igual que los hombres de Imchouk, el uadi Harrath gusta de pavonearse y tiene la obsesión de pisotearlo todo a su paso. Sus aguas tornasoladas, que las crecidas del otoño vuelven fangosas y espumeantes, serpentean a través del pueblo antes de perderse a lo lejos, en el valle. «Este uadi es indecente», sentenciaba Taos, la segunda esposa de tío Slimane. Por entonces yo no sabía lo que era la decencia, pues a mi alrededor sólo veía gallos montando a sus gallinas y sementales cubriendo a sus potrancas. Más tarde comprendí que la tan cacareada decencia sólo se les impone a las mujeres, con el fin de convertirlas en momias maquilladas de mirada vacía. Tildar al uadi de indecente dejaba traslucir una rabia que reprochaba tácitamente a Imchouk su lubricidad de hembra fecunda, que vuelve locos a los pastores y les hace encular todo aquello que recuerde una grupa femenina, vagina de burra y orificio de cabra incluidos.

Siempre he adorado el uadi Harrath. Tal vez porque nací el año de su crecida más monstruosa. En aquella ocasión se salió de su cauce, invadió las casas y los tenderetes, e introdujo la lengua hasta en los patios interiores y las reservas de trigo. Fue tía Selma quien me contó el episodio, quince años más tarde, sentada en el patio de su casa al que unas parras daban sombra y que tío Slimane había embaldosado de mármol para dejar claro hasta qué punto amaba a su mujer. Su generoso escote agradaba a la chiquilla que yo era todavía, cuyos senos empezaban a redondearse bajo la ligera tela del vestido. Tía Selma hablaba y entre risas cascaba las almendras, verdes y ásperas, con un golpe seco asestado con una maza de almirez de latón. Le gustaba el verano por la abundancia de sus frutos, que se amontonaban en el vestíbulo en grandes canastos de mimbre que los aparceros traían directamente de los huertos.

―Ese año permanecimos aislados del mundo durante veintiún días ―recordaba―. ¡Y al mundo le importaba tanto como el culo terroso de Bornia! ¡Y hablas de una luna de miel! Habría hecho mejor en esperar en casa de mi madre, bien sequita, a que pasaran las tormentas de noviembre… ―añadió riendo a carcajadas―, Pero yo era un zoquete y tu tío estaba impaciente. ¡Imagina la cara que puse cuando desembarqué, con mi caftán de seda y mis tacones de aguja, en este agujero perdido! ¿Sabes que las campesinas recorrían kilómetros para venir a echarme una ojeada como si fuera un animal raro? Me tiraban del pelo para tener la seguridad de que no era una muñeca. ¡Un pueblo de palurdos, te lo digo yo!

Me ofreció un puñado de almendras blancas y luego reavivó el fuego del brasero con unos toques de abanico. El té canturreaba, expandiendo su aroma denso y dulzón.

―La crecida produjo fiebres y alucinaciones a los santurrones de tus primos ―prosiguió tía Selma―. Tijani el bisojo y Ammar el lisiado de las piernas decretaron que tanta agua era de buen augurio, pues siembra la tierra y limpia, de paso, nuestros corazones del pecado. ¡El pecado! ¡Sólo tienen esa palabra en la boca! ¡Como si no fuéramos musulmanes y nos pasáramos el día cagando en los trigales! Esos tarados se creen el muftí de La Meca porque recitan tres versículos del Corán sobre los macabeos antes de que los metan en el agujero. ¡Que la viruela les deje la cara picada de pústulas! En cuanto a los otros mocosos, fueron a contar a los cuatro vientos que aquello era el diluvio que anunciaba el fin de los tiempos. ¡Sandeces! ¡Mientras Gog y Magog anden con cuidado, el tuerto del Anticristo siga sin presentarse en Jerusalén y Jesús, hijo de María, no vuelva para poner un poco de orden en el caos cósmico, podemos dormir tranquilos! Seguro que Dios está hasta la coronilla de nuestras crueldades, pero sigue sin decidirse a expulsarnos de su hermoso Edén de una patada en el culo… Porque estoy segura de que sospechas que el Edén se encuentra en este mundo y que jamás tendremos otro más bello, ¡ni siquiera en lo más alto de los cielos! ¡Que Dios nos perdone nuestras maldades y nuestras insensateces!

Estuve a punto de mearme de risa. Lalla Selma estaba muy dotada para el sarcasmo y las blasfemias gráficas. La mujer que se las había arreglado para heredar, ignoro por qué milagro, la sabiduría de un ilustre tío teólogo no tenía parangón a la hora de poner a cada uno un apodo que provocaba las carcajadas de todos. Al igual que era la única que podía poner de vuelta y media a Dios sin jamás faltarle al respeto.

Con el ceño fruncido y expresión pensativa, añadió:

―¿Sabes qué? No creo en el pecado. Y aquellos que hacen gárgaras con él no tendrán, el día del juicio final, más que su polla llena de costras para exponer como único y horroroso pecado ante la sagrada mirada del Señor de los mundos. ¡Creen que las villanías cometidas por su cacho de carne van a impresionarle! Pues yo te digo que todos esos bastardos se pudrirán en el infierno por no haber sido capaces de cometer bonitos y nobles pecados, dignos de la infinita grandeza de Dios Todopoderoso.

Al arremeter contra las gentes de Imchouk, tía Selma siempre hablaba de «ellos», nunca de «ellas». Como si las travesuras de las mujeres no fueran sino naderías destinadas a provocar la risa de las constelaciones.

Turbada, me arriesgué a preguntarle qué era un bonito y noble pecado. Prorrumpió en su risa luminosa de leona, lo que espantó al pequeño cachorrito marrón que estaba criando con biberón y que no paraba de lamerle los pies. Repentinamente grave y soñadora, murmuró:

―Amar, hija mía. Amar, eso es todo. Pero es un pecado que merece el paraíso como recompensa.