Desembarqué en Tánger tras ocho horas de trayecto, y no se debió a una cabezonada. Mi vida iba directa hacia la catástrofe, como un coche fúnebre conducido por un borracho, y para evitarlo no me quedaba otra elección que saltar al tren que sale a diario de la estación de Imchouk a las cuatro en punto de la mañana. A lo largo de cinco años lo oí llegar, silbar y partir sin que pudiera reunir el valor necesario para cruzar la calle y salvar la barrera baja de la estación con el fin de terminar de una vez para siempre con el desprecio y la gangrena.
No pegué ojo en toda la noche; me sentía febril y con el corazón en un puño. Los ruidos de siempre se fueron desgranando al hilo de las horas: la tos y los escupitajos de Hmed, los ladridos de los dos perros bastardos que montan guardia en el patio y el canto cascado de algún gallo distraído. Antes de la llamada a la oración del fajr[3] ya estaba en pie, envuelta en un haík[4] de algodón que había planchado dos días atrás en casa de Arem, mi vecina y costurera, la única en treinta kilómetros a la redonda que tenía una plancha de carbón. Recuperé mi hatillo, que había escondido en una tinaja de cuscús, di unos golpecitos en el hocico a los perros, que se habían acercado a olfatearme, crucé la calle y los taludes en dos zancadas y luego salté al último vagón, casi sumido en la oscuridad.
Fue mi cuñado quien se encargó de comprarme el billete, y Naïma, mi hermana, se las arregló para hacérmelo llegar oculto en una pila de baghrir[5]. El revisor que vino a echar una ojeada al compartimiento lo perforó con los ojos bajos, sin atreverse a dedicarme una atenta mirada, pues sin duda debió de confundirme con la nueva esposa de tío Slimane, que lleva velo y presume de imitar a las mujeres de la ciudad. Si me hubiera reconocido, me habría hecho bajar y habría alborotado la casa de mi familia política, que me habría ahogado en un pozo. Esa noche referiría la noticia a su amigo Issa, el maestro, mientras espanta las moscas que revolotean alrededor de su vaso de té frío y amargo.
El compartimiento permaneció casi vacío hasta Zama, donde el tren se inmovilizó durante un cuarto de hora largo. Allí subió un hombre grueso, acompañado de un bendir[6] y de dos mujeres con mélias[7] azules y rojas, cubiertas de tatuajes y de joyas. Empezaron a cuchichearse cosas, con la boca oculta tras sus ajars[8], estallaron en risas muy por lo bajo y luego levantaron la voz, envalentonadas por la ausencia de varones extranjeros. Acto seguido el rais se sacó un frasco del bolsillo de la chilaba, se tomó tres lingotazos sin respirar y acarició largo rato su bendir antes de empezar a tocar un aire alegre y vagamente picaresco que con frecuencia he oído cantar a los nómadas durante la cosecha.
Las mujeres no tardaron en ponerse a bailar, y me hicieron guiños traviesos mientras rozaban con cada contoneo el torso del músico con los colgantes de su cinturón, que lucía los colores del arco iris. Mi aspecto ceñudo debió de molestarles, pues durante el resto del trayecto me hicieron caso omiso.
No me aburrí ni un segundo hasta Medjela, donde el trío se bajó, alborotador y con una buena curda, probablemente para amenizar alguna boda de ricos.
Todavía tuve que hacer un trayecto de dos horas de autobús para llegar a Tánger. La ciudad anunció su presencia por medio de sus acantilados, sus fachadas blancas y los mástiles de sus barcos en el muelle. No tenía ni hambre ni sed. Sólo me embargaba el miedo. De mí misma, justo es decirlo.
Era un martes desapacible y barrido por el ajaj, un viento de arena que provoca migraña e ictericia, como sólo puede soplar en el mes de septiembre. Llevaba encima treinta dirhams, una fortuna, y habría podido parar, holgadamente, uno de esos taxis verdes y negros que surcan las rozagantes calles de Tánger, ciudad de aspecto frío, dijera lo que dijese mi hermano mayor cuando regresaba al pueblo cargado de telas para mi padre. Siempre he sospechado que Habib mentía un poco, con el fin de embellecer las cosas y de ser como toda la gente de Imchouk, propensa a la fabulación, al vino peleón y a las putas. En el libro de cuentas que lleva el Eterno, los hombres, ciertamente, aparecen inscritos en el capítulo de los fanfarrones.
No tomé un taxi. Llevaba la dirección de tía Selma toscamente garabateada en un trozo de papel cuadriculado, arrancado del cuaderno de mi sobrino Abdelhakim, el que la noche de mi boda se revolcó sobre el lecho conyugal para conjurar la mala suerte e incitarme a dar un heredero al capullo de mi marido.
Al salir del autobús dudé un poco, cegada por el sol y las nubes de polvo. Un mozo de cuerda con un fez mugriento y una bufanda manchada de jugo de tabaco, sentado con las piernas cruzadas bajo un álamo, me miró con expresión de imbecilidad. Fue a él a quien pregunté el camino, en la certeza de que un pobre no puede buscar camorra con una mujer con velo ni permitirse importunarla.
―¿La calle de la Vérité, dices? ¡Vaya, pues no lo sé muy bien, prima!
―Me dijeron que quedaba muy cerca de Mouley Abdeslam.
―Eso no está lejos de aquí. Sube por el bulevar, pasa por el Gran Zoco y entra en la medina. Allí habrá sin duda quien pueda ayudarte a encontrar esa calle.
Era un campesino, un hermano de raza, y su acento de nativo del interior me caldeó el corazón. También en Tánger hablaban el dialecto de las aldeas perdidas. Me alejé vacilante, y apenas había dado unos pasos en la dirección aproximada que me indicara el mozo de cuerda cuando un joven vestido con un mono de fogonero, chechía a juego y aspecto fanfarrón me cerró el paso.
―No tengas miedo. Te he oído preguntar el camino a Hasouna, el mozo de cuerda. Soy del barrio y puedo conducirte a la dirección que buscas. ¿Sabes?, Tánger es una ciudad peligrosa y las mujeres tan bellas como tú nunca se pasean por ella solas.
Me cogió desprevenida y, desconcertada ante su audacia, no supe qué responder. Con los dos tercios de mi rostro ocultos por el velo, lo fulminé con la mirada, ofuscada. Él se echó a reír.
―No me mires así o caeré muerto en redondo. Vienes del campo. Salta a la vista con tanta claridad como la nariz en mitad de la cara. Me limitaré a escoltarte. No puedo permitir que una ouliyya[9] atraviese Tánger sin protector. No estás obligada a responderme. Limítate a seguirme y, alik aman Allah, estás bajo la protección de Dios.
Lo seguí, pues no tenía otra elección, diciéndome que siempre podría chillar si intentaba un gesto, atraer la atención de los transeúntes que me rodeaban o dirigirme a alguno de los guardias de tráfico ceñidos en su uniforme guarnecido de correas de cuero brillante. En el fondo no tenía tanto miedo como todo eso. Haberme atrevido a coger el tren para huir de mi marido convertía todas las demás audacias en chiquilladas.
Lanzaba miradas furtivas al hombre que me precedía y admiré su porte orgulloso. Tenía a todas luces la misma edad que yo, y un contoneo de gallo de pelea. No se volvió ni una sola vez, pero me daba cuenta de que era consciente de la mirada satisfecha que yo posaba en sus anchos hombros, fascinada por su virilidad. Una extraña sensación se expandía por mis venas: el placer de desafiar lo desconocido en una ciudad donde no conocía a nadie y donde nadie me conocía. Incluso llegué a decirme que la libertad era más embriagadora que la primavera.
Me costó mantener la mirada fija en mi guía, hasta tal punto me parecieron anchas las calles e imponentes sus plátanos. Por doquier se veían cafés y hombres con chilaba o con traje europeo instalados en las terrazas. Más de una vez sentí cómo las piernas me flaqueaban ante las miradas insistentes que me levantaban el velo color mantequilla fresca, que llevaba a la moda de la ciudad. Por mucho que Tánger me impresionara con sus edificaciones, sus hombres me parecieron similares en todo a aquellos que había dejado allá en Imchouk, pisoteando boñigas de caballo y enculando a las moscas.
Al cabo de veinte minutos de marcha, el hombre se desvió a la izquierda y luego se adentró por una callejuela. Era un pasaje estrecho que no dejaba de subir serpenteando. De repente sentí sed en aquel callejón oscuro que enfilaba en pos de un guía cuyo nombre ignoraba.
Llegado a la entrada de la medina, se detuvo. De nuevo reinaba la luz del día y el silencio era total, salvo por el lejano eco de los versículos coránicos que salmodiaba un coro de niños. Sin volverse, mi guía dijo:
―Ya hemos llegado. ¿Cuál es la casa que buscas?
Le tendí el trozo de papel arrugado que apretaba en la palma de la mano. Lo examinó largamente antes de exclamar:
―¡Pues bien, es ahí, justo a tu derecha!
¿Había llegado realmente a mi destino? De pronto la duda se apoderó de mí. La puerta que designaba mi guía podía ocultar una emboscada, un antro donde unos criminales me drogarían, abusarían de mí, me decapitarían y me arrojarían a «grutas excavadas en el acantilado» o a caletas que «apestan como ningún turón de nuestro pueblo podría hacerlo jamás», afirmaba mi hermano Habib.
El hombre adivinó mi inquietud.
―¿Tienes algún nombre, aparte de la dirección? ¿Alguien a quien podamos llamar?
Llena de esperanza, murmuré:
―Tía Selma.
Empujó la pesada puerta claveteada de la entrada y se metió en una driba[10] oscura. Le oí gritar hasta desgañitarse: «Ya oumalli ed-dar, ah de la casa, ¿hay alguien ahí?».
Los postigos de una ventana golpearon por encima de mi cabeza, chirrió una puerta y sonaron unas voces, desconocidas y ligeramente ahogadas.
―¿Vive aquí una tal tía Selma?
Un murmullo, unos pasos precipitados, y mi tía que aparece inquieta, calzada con michmaq[11] rosas cinceladas como joyas. Se dio un gran manotazo en el pecho.
―¡Vaya! ¿Qué haces tú aquí?
En cualquier caso, ella estaba allí, y eso era cuanto me importaba. Mi guía surgió a su espalda, feliz y no precisamente poco orgulloso de haber dado con ella. Sentí ganas de reír.
―¿Qué es lo que te pasa? ¿Ha habido alguna muerte en el pueblo?
Aturdida, y absolutamente sincera, respondí:
―La mía.
Ella se recuperó enseguida, miró intrigada a mi guía y le agradeció su gentileza. Me dio la impresión de que mi respuesta había divertido al joven, que se ajustó la chechía, cruzó los brazos a la espalda y le soltó a mi anfitriona:
―Misión cumplida, lalla[12]. Eso sí, te daré un consejo: con los ojos que tiene esta gacela, no la dejes ni a sol ni a sombra.
Se alejó con una sonrisa. Aquel hombre ocupaba ya mi mente.