El doctor Frankenstein autonómico, supongo

Según el Boletín Oficial del País Vasco, la euskal antzara tiene los «andares ágiles, con una silueta elegante, pero de constitución algo achaparrada», y «pone huevos de cáscara blanca con un peso mínimo de ciento sesenta gramos». Pero ¿de qué estamos hablando? Nada más y nada menos que de los parámetros que hay que usar para distinguir una verdadera oca vasca. Así que ya sabe, si usted tiene alguna como esta en su corral, llame a la consejería porque le podrían dar una buena subvención. ¿Que no tiene ocas? ¿Quizá cerdos? También, también existe el original cerdo vasco. ¿Tampoco tiene? Entonces, gallinas, todo el mundo tiene gallinas. Tenemos la gallina vasca, la euskal oiloa, pero si quiere también hay una raza de gallina valenciana, reconocida en 1999 por la propia Generalitat.

Todas estas criaturas están subvencionadas, si bien nadie se aclara sobre cómo se define concretamente su pureza, porque ya sabe que esto de la inmigración lo contamina todo. A lo mejor en algún corral se ha colado una gallina de un patio andaluz, se ha juntado con las que había por ahí y ya la ha liado: raza mezclada. Lo cierto es que los valles del País Vasco parecen el Arca de Noé, o de Aitor, porque todo es vasco cien por cien. Al menos eso es lo que dicen sus boletines oficiales (373/2001). Así nos encontramos con varias razas vascas de perro (euskal artzain txakurra), la cabra vasca (azpi gorri), la vaca vasca… Muchas son reconocidas por la comunidad científica, pero hay algunas que llaman la atención como el caballo vasco, el potottoka. Este animal es un portento, dicen que lleva en el País Vasco treinta mil años manteniendo la pureza de su raza. ¿En todos estos años no se ha amancebado con yeguas foráneas? Parece ser que no. Si, como aseguran los políticos del PNV, los vascos llegaron hace siete mil años… ¿Quién controlaba antes la pureza? ¿Los propios caballos? No se nos ocurre otra cosa:

—¡Ama yegua, ama yegua! —La joven potranca galopaba acelerada por la ría de Bilbao, antes de que fuese Bilbao, claro.

—Dime, hija.

—Un potrillo me pretende. Es un morenazo del sur, con unos andares jerezanos y… ¡tiene un galope!

—¡Del sur! Hija, no creo que a aita le guste ese caballo.

Papá caballo lo escuchó desde lo alto, en una loma que veinticinco mil años después sería el parque Etxebarria, y relinchó:

—¡Ay va la hostia! ¡Ni lo sueñes!

En el Registro de Razas Animales Autóctonas Vascas todas tienen su correspondiente descripción. Por ejemplo, la vaca vasca es un «animal ágil, vivaz y armónico»; el perro vasco es «muy equilibrado. Obediente, alegre. Potente, ágil y de justa agresividad y fiereza en el manejo del ganado. Cauto y receloso ante el extraño, al que muestra su mirada profunda y seria, pero desde la serenidad que le confiere su autorreconocida fortaleza». Vaya, aquí, ante tan minuciosas descripciones, Freud se habría dado con un canto en los dientes. Qué profundidad psicológica canina.

Quizá el tema se ha ido un poco de madre. Ahora las razas no se analizan en un laboratorio y ni fijan por un acuerdo científico, sino en un parlamento autonómico; y la publicación del estudio en una revista científica se sustituye por el boletín oficial de la comunidad. Nuestras autoridades autonómicas se han convertido en doctores Frankenstein. En agosto de 2011 en el Boletín Oficial de Cataluña apareció la orden por la que aprobaban las subvenciones para la abeja autóctona. ¿Perdón? Como lo oye. Y el 5 de octubre de ese año se destinaron 86.247 euros a las ayudas para ese menester.

Somos forofos de la miel, de los que toman dos cucharadas en el café del desayuno, así que este caso lo abordamos como algo personal. Tras las pertinentes investigaciones, nos enteramos de que también la Junta de Andalucía concedió ayudas a apicultores por cerca de 500.000 euros para las abejas autóctonas. ¿También hay abejas andaluzas? La ansiedad nos consumía. Nos sentíamos como el científico que se acerca a un gran descubrimiento, aunque el nuestro no era en una probeta de laboratorio, sino entre las normativas autonómicas. Y así descubrimos que también hay abejas autóctonas asturianas, mallorquinas, navarras, canarias y, cómo no, vascas.

¿Hay tantas especies de abejas? Hablamos con varios expertos y lo que nos dicen es que la única reconocida por los científicos es la Apis mellifera iberiensis, es decir, la de la Península. Es que incluso algunos de los que defienden la existencia de razas autonómicas de abejas admiten que no hay diferencias físicas ni de comportamiento respecto a las otras. ¿Entonces cómo las reconocen? ¿Por la voz? Tal vez sea eso:

—Vamos a ver, le digo que no, que en el sonido del revoloteo está claro: «Arsa, arsa, arsa». Es evidente que no es autóctona de nuestra región.

Contreras sudaba, escamoteado tras la careta protectora para evitar las picaduras. El consejero de Medio Ambiente le había castigado por llevarle la contraria y le había trasladado al puesto de inspector de la Consejería de Agricultura.

—Cómo que no son de aquí. Escuche atentamente —le insiste el apicultor.

Ambos guardan silencio mientras el enjambre no para de emitir su ruido monótono de marabunta voladora.

El apicultor rompe el silencio.

—¿Lo oye?, ¿lo oye? «Tot el camp es un clam». ¡Está clarísimo, es catalana de pura cepa!

—No sé, no sé. Aún tengo mis dudas. Esa reina describe un movimiento característico propio de una jota asturiana, aunque me despista ese meneo circular en forma de ensaimada mallorquina, que no sé yo…

—A usted qué más le da. —El apicultor ataca a Contreras por el flanco de la sensibilidad—. El abejaruco —pájaro protegido que come abejas— me está arruinando. Qué más le da firmar el papelito y darme la subvención de 15 euros por cada abeja reina catalana…