Si no se entienden entre ellos, peor lo tienen cuando irremediablemente llegan a Madrid a defender sus intereses.
Martes, 19 de enero de 2011. Tiene la palabra Ramón Aleu, senador por el PSC. Su intervención tiene que ver con una moción de educación, una moción que nadie recuerda hoy y que parece que no tuvo la menor importancia aquel día. Sin embargo, el senador recibió la mayor ovación de toda su carrera. Se había convertido de la noche a la mañana en la primera persona que pronunció un discurso en catalán en el hemiciclo del Senado. Un poco más tarde le llegó el turno a la senadora del PNV Miren Lore Leanizbarrutia. Se dirigió a los presentes con voz temblorosa y visiblemente emocionada con estas palabras:
—Voy a recordar a todos aquellos vascos que han sufrido. Estoy muy emocionada por eso, porque hay mucha gente que ha sufrido pena de cárcel, exilio y muchísima represión; por ellos y por los que han hecho posible que yo hable hoy en este hemiciclo en la más antigua lengua de Europa y del mundo.
A la senadora también la secundaron con aplausos de la gran mayoría, aquellos que habían entendido sus palabras gracias al recién incorporado pinganillo, el nuevo inquilino que desde ese día tiene su puesto en cada uno de los asientos para que sus señorías entiendan, gracias a la traducción simultánea, las diferentes intervenciones en las lenguas oficiales de nuestro Estado.
Hasta aquí todo correcto, si no fuera porque los senadores del PP no entendieron ni papa. Optaron por dejar el artilugio que reposara en sus asientos y ninguno se lo introdujo en su oreja durante las intervenciones. De esta manera aquel día lo que se habló allí no importó a unos señores que cobran, y mucho, por hacer su trabajo, ni mociones ni propuestas, debates que se perdieron en el limbo para muchos que tenían, según ellos, de esa manera la única forma de protestar desde sus poltronas.
Seis meses más tarde, el 8 de junio de 2011, Leanizbarrutia, la senadora del PNV, emitía esta queja durante la tribuna de la Cámara Alta:
—Nadie se pone los pinganillos, esto refleja la realidad de España. Veo a algunas personas que son bilingües que sí que se ponen los auriculares y los monolingües nunca lo hacen, solo lo hacen aquellos que conocen otras lenguas y que las respetan.
Pero sus palabras sonaron como el arbusto que pasa por una calle desierta en una escena de un western. Porque los allí presentes que no llevaban el auricular colgado se enteraron por los periódicos al día siguiente de lo que la senadora había dicho en euskera. Ni siquiera el presidente del Senado, Javier Rojo, lo tenía en su oreja. Uno que sí lo hacía era Iñaqui Anasagasti, que parece que necesitaba del traductor del euskera al español para entender la lengua que tanto ha defendido que se utilice en la cámara. Y durante todos estos meses en la prensa la imagen que ha primado era la de sus señorías tocándose la oreja y sujetándose el auricular. Durante esta nueva incorporación de lenguas al debate político parece ser que a nadie le ha importado de qué se hablaba allí, solo tenían peso las bromas como la de impulsar la traducción simultánea de dieciséis lenguas autonómicas. Se desestimaron algunas, claro, porque no era factible encontrar a un intérprete simultáneo de la fala extremeña ni del silbo de La Gomera.
Pero hay algo que llama mucho más la atención. Entre tanto coche oficial, lenguas históricas, sueldos abultados, trajes de chaqueta, dietas y todo el glamur que envuelve a los senadores, hay unas mujeres discretas, unas señoras que corretean de aquí para allá con unas maquinitas llenas de teclas, muy profesionales y preparadas. Decimos señoras porque solo ha habido ocho hombres en los últimos veinticinco años. Mujeres indispensables en toda esta historia, que se sientan en el hemiciclo cada día. Son las taquígrafas y a través de sus orejas vamos a relatarles el juego del teléfono roto en el que se ha convertido este desmadre autonómico de nuestra Cámara Alta. Porque a ellas, a las taquígrafas, nadie les ha preguntado su opinión de todo esto.
19 de enero de 2011. Nueve y media de la mañana. Comienza la sesión, habla el presidente de la Cámara Alta, las taquígrafas abren sus dos pabellones auditivos y comienzan a teclear:
Presidente: Gracias, señoría. Pasamos al turno de portavoces. ¿Grupo Parlamentario Mixto? (Pausa). ¿Grupo Parlamentario de Senadores Nacionalistas? (Pausa). Tiene la palabra el senador Anasagasti.
Da la palabra al senador Anasagasti y las taquígrafas siguen alerta, pero ahora de diferente manera, por la oreja izquierda escuchan la voz en directo de su señoría:
El señor Anasagasti Olabeaga: Mozioan zibilizazioen Aliantzaren esparruaz hitz egiten da. Alderdi Popularrak ez du kontzeptu hori, hain zuzen ere, gehiegi maite, baina ondo dator hemen elkarrekikotasuna eskatzeko kristau-ohituren garaian. Horri buruzko aurrekaririk badago. Europako Parlamentuak Ebazpen bat onartu zuen Egipton eta Malasian kristau-erkidegoen kontrako atentatuak salatzeko.
Simultáneamente por su oído derecho atraviesa sus tímpanos la voz enlatada del intérprete y comienzan a teclear compulsivamente:
En la moción se habla del ámbito de la Alianza de las Civilizaciones, concepto que no agrada demasiado al Partido Popular pero que viene muy bien para apelar a la solidaridad en la época de los valores cristianos. Ya hay precedentes sobre todo esto. El Parlamento Europeo aprobó una resolución en la que condenaba los atentados contra las comunidades cristianas de Egipto y Malasia.
Así con todas las intervenciones en lenguas autonómicas. Ellas son las que escriben el diario de sesiones del Senado, las que dan sentido a los discursos orales de sus señorías, políticos que muchas veces utilizan citas, dichos o recursos literarios de difícil interpretación. Además no hablan pausadamente, tienen que transcribir sus discursos a un ritmo vertiginoso, más o menos unas ciento cincuenta palabras por minuto. Ahora deben fiarse de los intérpretes, y ellas los tienen que seguir a rajatabla. Si se confunde el traductor ellas no lo sabrán, porque no entienden de lo que se está hablando en las tribunas. Entonces, lo que puede pasar es lo que una nos comenta, por supuesto desde el anonimato:
—Yo no sé ni euskera, ni gallego, ni valenciano, ni catalán, me encantaría tener tiempo para aprenderlo, ¡pero no lo tengo! Estamos a por uvas hasta que el traductor comienza a hablar y sabemos que con algunos senadores hay problemas. Por ejemplo, gente que sabe euskera comenta que Anasagasti no lo habla muy bien, con lo cual sus expresiones o contenidos de lo que quiere decir son de difícil interpretación. Así que para nosotras lo que diga el traductor o traductores, que nos consta que son de lo mejorcito, lo que ellos interpreten que ha dicho o que ha entendido que ha querido expresar el senador nos lo tenemos que comer con patatas. ¿Y lo peor de todo sabes lo qué es? Que luego ese discurso pasa a formar parte de un documento oficial y ahí permanece, lo que escribimos es la ley y como salga, así se queda… por ahora parece ser que todavía no se ha metido la pata, pero todo llegará.
Conclusión: estamos gobernados por traductores y que se sepa no hemos votado a ninguno.
Por cierto, mucha traducción, mucho auricular. ¿Y cuál es el mensaje? Vuelva atrás y relea el fragmento del señor Anasagasti. ¿Qué hace su señoría hablando en euskera o en castellano de las minorías cristianas en Egipto y Malasia? ¿No tenemos suficientes problemas dentro de nuestras fronteras?
Pero eso no es lo peor de todo… ¿Sabe usted lo que nos ha costado ser políglotas en el Senado? Cada sesión unos 11.000 euros, al año 350.000 euros.