Si presentáramos para el Informe PISA (Programme for International Student Assessment), ese que mide el nivel de los estudiantes de los países desarrollados, a alumnos de colegios privados, estaríamos entre los veinte primeros del mundo. Si presentáramos solo a los de los públicos, nos situaríamos por detrás de Azerbaiyán. No se pretende subestimar a los habitantes de ese país. Repite un 35 por ciento de alumnos, el doble que en Europa. Uno de cada cuatro niños no domina lo elemental al final de la primaria, y encima la descentralización lo que ha conseguido es que el 34 por ciento de chavales de Baleares no acabe la ESO mientras que en el País Vasco el fracaso es solo del 11 por ciento.
Ninguna comunidad quiere reconocer que su sistema educativo es peor que el de otra. La eficacia de uno u otro solo se puede medir por el conocimiento de sus alumnos, y ahí está el problema. Una profesora de un colegio público de la Comunidad de Madrid nos comentaba que cuando se acercan las pruebas de competencias básicas, esos exámenes que se hacen para saber cuál es el nivel de nuestros centros educativos, «solo llamamos a los mejores alumnos, a los malos a veces les decimos que se queden en casa para que no puntúe su nivel». Otra profesora de la Comunidad Valenciana, de un colegio público de la comarca de L’Horta Nord, comentaba que muchas veces en la evaluación final del curso, cuando se reúnen los tutores, «a algunos alumnos que tienen que repetir yo he visto como los pasan de curso y aprueban, porque, si no, nos dicen que aumenta el dato del fracaso escolar, que lo importante es que no suba y eso está estipulado».
No son comentarios aislados. De hecho, según una investigación de la Fundación Jaume Bofill, especializada en estudios educativos, la Generalitat de Cataluña manipuló una prueba del informe PISA de 2009. Al parecer, excluyó del examen a cerca de un 6 por ciento de su alumnado, mayoritariamente inmigrantes y repetidores. Un total de ciento cincuenta alumnos que debían haber pasado por las pruebas y que nunca lo hicieron. Los peores no estaban. ¿El objetivo? Que el nivel educativo catalán aparentara que había mejorado mucho.
Ante este panorama de niveles educativos al mínimo, a Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid le nace su bachillerato de excelencia, justo cuando, desgraciadamente, uno de los dramas educativos españoles es que casi no tenemos alumnos excelentes. Solo albergamos en nuestras aulas un 3 por ciento de esos expedientes brillantes, cinco veces menos que en el resto de Europa.
Un desnivel y un precipicio que nos abocan al elevado fracaso escolar acrecentado por las diferencias. En nuestro sistema educativo lo propio importa más que lo general. Recuerde, un niño del País Vasco estudiará que su autonomía tiene siete provincias, pues a las tres que todos conocemos, se les suman Navarra y tres más en Francia. Uno de Baleares estudiará los símbolos de Cataluña porque le dicen que es catalán, a un valenciano le dirán que su autonomía se llama País Valenciano, hablarán a los gallegos de que no existió el reino de León, sino el de Galicia y, sobre todo, en cada lugar percibirán la historia un 70 por ciento diferente de otros niños de otras comunidades. Así es la educación al servicio de la política. Una educación que permite que en Cataluña las escuelas impartan solo dos horas en castellano frente a las veintiocho de catalán, saltándose el dictamen del Tribunal Superior de Justicia que exige un bilingüismo equilibrado.
Profesores libres y no politizados deben ser la base para que dos niños de distintas partes de España puedan mantener en un futuro una conversación sobre la historia en la lengua que sea, pero que se entiendan, sin que parezca que les han enseñado en dos mundos diferentes.