Si la movilidad de los alumnos funciona así, imagínese cómo funciona la de los profesores. ¿Recuerda cuando, a finales de los ochenta, Jordi Pujol impulsó la reforma educativa y la implantación del catalán? Supuso la purga de profesores castellanohablantes e hizo que más de catorce mil maestros se fueran de Cataluña. Fue hace casi treinta años. Ahora otros muchos quieren ir a trabajar allí, pero ese handicap que es la lengua es la razón por la que la mayoría son lugareños, si no es prácticamente imposible.
Una asociación de profesores de la Comunidad Valenciana denunció las irregularidades que, según ellos, se cometieron en unas oposiciones para profesores en la comarca catalana de Terres de l’Ebre: «Los que trabajamos de maestros y no somos catalanes consideramos que recibimos una discriminación brutal a la hora de presentarnos a estas oposiciones. Los miembros de los tribunales son maestros o inspectores de estos mismos pueblos y elegidos de una manera que aún nos resulta opaca. Es significativo que los opositores autóctonos de estas cuatro comarcas donde todo el mundo se conoce consiguen un aprobado en un 79,1 por ciento de los casos, frente a un 6,4 por ciento de los maestros presentados que no son de Terres de l’Ebre».
El que lo dice no quiere dar su nombre, porque la situación de eventualidad que arrastra ya es suficiente para perder su trabajo. Y esto es al menos lo que han conseguido los diferentes gobiernos catalanes a través de sus consejerías de educación. Comenzó Pujol y todavía sigue Mas. Maestros de la tierra que enseñen lo que tienen que enseñar, porque, no se equivoquen, en esa enseñanza se encuentra el germen de un nacionalismo que ya está implantado en tres generaciones.