El mono del ladrillo

España tiene una larga historia de trabajo inútil. Tras la Guerra Civil se emprendió la construcción del túnel ferroviario más largo de España, el túnel de la Engaña (6.976 metros), que une Cantabria con Burgos. Allí trabajaron desde 1943 y durante catorce años miles de presos republicanos. Explotados hasta la extenuación y, en algunos casos, hasta la muerte. Pese a que acabaron el trabajo, el túnel nunca fue utilizado.

Sin embargo, nuestra falta de previsión nos hace caer siempre en lo mismo. Pese a que ahora todo está mucho más meditado y detrás de las decisiones hay gente técnicamente más preparada, seguimos tropezando con la misma piedra. Hay multitud de ejemplos: desde el nuevo edificio del Ayuntamiento de Jávea, que costó más de 6 millones de euros y sigue vacío porque no hay dinero para la mudanza; hasta la prisión de Figueres en Girona, que mandó construir la Generalitat por unos 110 millones de euros y continúa cerrada porque no puede mantenerla. Empezamos a pensar que algunos políticos, como por ejemplo los que aprobaron la inútil compra de los vagones de Mallorca, piensen que es una tradición y que es bueno conservarla. El problema es que, en parte por esa costumbre del gasto inútil, la deuda de las administraciones con las constructoras es de 15.000 millones de euros. Detrás de esa cifra hay empresas que, ante los impagos de la Administración, han quebrado y sus trabajadores han pasado a engrosar las listas del paro. A esos 15.000 millones, además, habría que añadir el coste de mantenimiento de muchas de esas construcciones inútiles.

Ricardo, un técnico de carreteras de la Junta de Andalucía, nos decía lo siguiente: «Mira, en todas las administraciones hay ingenieros de oposición, muy bien preparados, que están mano sobre mano. Prefieren contratar a una consultora externa y que elabore el proyecto. En muchos casos, la persona que lo elabora ni siquiera va al terreno, lo hace con las mediciones que le han tomado y punto. ¿Qué ocurre? Que cuando lo ve nuestro ingeniero y comprueba que las cosas no casan, no lo firma. Al final hay que modificarlo, se pierde tiempo, hay que empezar a mover maquinaria… Además a nosotros, que estamos en mantenimiento de carreteras y somos personal de la Administración, no nos sacan provecho. Nos dicen que tienen miedo a que podamos hacer horas extras. Por eso prefieren trabajar con contratas».

El cemento ha sido la mayor fuente de corrupción en España a través de las comisiones ilegales. Esto no es más que la cantidad que paga una constructora para que el político de turno le otorgue un contrato de obra o recalifique un terreno para hacerlo urbanizable.

Eso por no hablar de algunas normativas municipales que favorecen la trampa. Habitualmente está estipulado que, por debajo de determinada cantidad, unos 150.000 euros, las obras se pueden dar a dedo. Eso favoreció la proliferación de reformas menores en las calles cuyo coste no llega al mínimo exigido para un concurso público o que algunas obras grandes se segmentaran en varias más pequeñas. Lo dejaremos aquí, porque no es el objeto de este libro tratar la corrupción. Si entramos en esos casos, tendría en sus manos una enciclopedia…

El mejor ejemplo de hasta qué punto nuestra economía estuvo «enganchada» al cemento fue el Plan E. Casi tuvo el efecto, como dijo un experto, «de la metadona con el drogadicto». Ahora a las constructoras ya no les pagaba las dosis el dinero privado, sino papá Estado. Teníamos una economía con mono de construir, pero que ya no tenía dinero para pagarse su papela correspondiente, así que se la proporcionaba el gobierno central: 8.000 millones de euros. Y en esto se gastaron las administraciones locales ese dinero, en muchos casos en lavados de cara y en otros en cosas tan importantes como la réplica de mitad tamaño que la original de la puerta de Brandemburgo de Berlín (Torrejón, Madrid) o en levantar todo el recorrido de un carril bici pintado de rojo y sustituirlo por adoquines del mismo color (Valencia).

Lo importante en política de infraestructuras es que el votante sepa quién las construye. Por eso se obligó a que todas las obras llevaran el cartel del Plan E. El coste medio de los paneles era de cerca de 1.500 euros, en algunos casos era más que el precio de reformar la acera de turno. Incluso leí que en una obra en Galicia de quince kilómetros se colocaron dieciocho paneles, unos 25.000 euros para que supiéramos a cada paso quien pagaba la obra. En todos los carteles del Plan E venía el logotipo del Gobierno de España. Cosa que no les hacía gracia a los ayuntamientos del País Vasco gobernados entonces por ANV, partido ilegalizado por sus vinculaciones con la banda terrorista. Pero aun así los instalaron. El gobierno central siempre es bienvenido… siempre que ponga dinero.

Lo sorprendente es que los ayuntamientos se hayan liado la manta a la cabeza y acometido obras que o bien no les correspondía hacer —las llamadas «competencias impropias»—, o eran de tal envergadura que les han llevado a recortar de servicios esenciales. Por ejemplo, ¿sabe cuánto dinero deben a las empresas de recogida de basuras? 4.000 millones de euros. Ya ha habido pequeñas localidades en las que sus limpiadores han hecho huelga y en muchos ayuntamientos se plantean alternar la recogida: un día sí y otro no. Parece que nuestro futuro continúa oscuro: antes entre montañas de cemento y ahora de basura.

Pero ese no es el único pufo que tienen los ayuntamientos. Además de otros muchos como luz, agua y demás proveedores, el gobierno les reclama a ellos y a las diputaciones otros 4.379 millones de euros que el Ministerio de Economía les anticipó en 2009 a cuenta de los ingresos que ellos preveían obtener pero que finalmente no se recaudaron. El que más tiene que devolver, Madrid: 430 millones de euros. Es una situación asfixiante. Algunos ya no pueden más y consistorios como Moià (Barcelona) o Moratalla (Murcia) fueron los primeros en el año 2011 en declararse en quiebra. A ellos les han seguido muchos más.