—¡Manolo! ¡Vamos! Al final el mío va a ser el último —dice a grandes gritos la señora, sosteniendo su bolso—. ¡Venga, coño! —le espeta la mujer al chófer de su coche oficial—. ¡No son más tontos porque no se entrenan! —La señora grita tanto que hasta un policía uniformado se acerca para ver qué pasa—. ¡Vamos, joder! —Por fin llega el chófer, con unos segundos de retraso.
Parece que la bronca que hemos visto sería más propia de una ricachona caprichosa a la salida de un acto social. Pero no, es a la salida del Congreso de los Diputados y quien grita es una señora ministra: Celia Villalobos. Puede ver las imágenes en Internet. Busque «Celia Villalobos chófer». Imagínese lo que pudo sentir el conductor, que además es un guardaespaldas dispuesto a jugarse el tipo por ella.
Los coches oficiales, sus chóferes y las grandes marcas son un mundo en sí mismo, cerrado para unos pocos privilegiados, porque Manolos que van deprisa los hay en todas partes.
Calle Caballeros, Valencia. Imagine esta escena. Cada mañana, los vecinos se levantan, abren la ventana de su habitación y suben sus persianas. Tienen la costumbre de asomarse para ver qué tal tiempo hace y observar a los transeúntes que pasan por debajo de su casa camino del trabajo o paseando por las calles del céntrico barrio de El Carmen. En esta escena rutinaria, todos los días observan una estampa que se repite. Frente a su edificio hay un bloque de vecinos muy especial, el Palau de la Generalitat al que acuden cada día los políticos del Gobierno de la Comunidad Valenciana para ejercer su labor. Los coches oficiales llegan a la puerta de la sede de gobierno, y Pepa, de cincuenta años de edad, desempleada y con un futuro incierto, mientras toma su café al fresco se hace estas reflexiones: «Yo no tengo ni idea de coches, no tengo carné, porque no tengo dinero para comprarme uno, ni para seguros, ni siquiera para pagar la gasolina. Pero te aseguro que son muy grandes, los hay de todo tipo, con unas antenas enormes, cristales tintados y siempre muy brillantes. Deben valer un pastón. A todos les abren la puerta los chóferes y se bajan. Ahí los dejan con sus corbatas y sus carteras. Me pone enferma, deberían ser más discretos, que muchos lo estamos pasando muy mal, yo llevo un año y medio en paro y a mi edad nadie me quiere contratar».
Aunque no es la única que piensa así. Gloria Pérez Salmerón, directora de la Biblioteca Nacional, tiene derecho a un vehículo con conductor exclusivamente para ella. Sin embargo, ha decidido compartirlo para el resto de necesidades de la institución: «No necesito coche oficial. Lo tengo cuando me hace falta, con eso me basta. Veo mal que salgan cuatro coches oficiales de un mismo ministerio para dirigirse al mismo lugar». Esta escena es más común en nuestro país de lo que quisiéramos.
A comienzos de junio de 2011 el blog norteamericano Iwatchnews levantaba revuelo en Estados Unidos. Basándose en datos oficiales del Gobierno federal, aseguraba que Barack Obama había incrementado en un 73 por ciento la flota de vehículos oficiales de la nación. Había pasado de los 238 que tenía Bush a los 412 de la nueva Administración. Los norteamericanos se llevaron las manos a la cabeza. Menudo gasto superfluo en época de crisis, 174 coches más. Estamos hablando de coches del gobierno de una nación de 308 millones de habitantes, lo que supone un vehículo gubernamental por cada 747.572 habitantes. ¿Sabe cuántos coches tiene nuestro gobierno central? Más del doble que el estadounidense: la increíble cifra de 1.098 vehículos, una flota diecisiete veces más grande que la de los yanquis, y solo somos 45 millones. Un cochecito por cada 42.805 habitantes.
Y ahora, comencemos a sumar. Los 1.098 de la Administración del Estado, más los que hay a disposición de los gobiernos autonómicos, que cifran su parque móvil en 1.200 vehículos, sumados a los de diputaciones, ayuntamientos, empresas públicas y un largo etcétera de cargos administrativos. La cifra se nos va hasta los 40.000 vehículos de alta gama que recorren nuestras calles conducidos por profesionales mientras nuestros políticos se trasladan de aquí para allá escamoteados tras los cristales tintados. Aunque, como en todo, no hay un censo oficial, así que la cifra es puramente estimativa. Otra muestra de la falta de transparencia y de organización de nuestro sistema autonómico. ¿Cómo es que no podemos saber los ciudadanos la cifra exacta de coches oficiales que existen en nuestro país?
El coche oficial es un mundo aparte. Parece que tengan vida propia: aparcan donde quieren, rebasan los límites de velocidad… y no pasa nada. Las multas las pagamos usted y yo. Los vehículos oficiales se pueden amueblar con mesitas, televisores. Es como si estuvieran en otra dimensión. A veces los cristales tintados pueden incluso distorsionar la realidad, como le pasó al ex-alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, cuando aseguró que en la capital nunca había atascos. Tal declaración solo tiene una explicación: o las lunas iban muy tintadas o el coche llevaba minibar incluido.
Los coches oficiales dicen mucho de nuestros políticos. Antes de comenzar a ver qué preferencias tienen, es fundamental diferenciar entre coche oficial y coche de representación. Hagámoslo de manera gráfica y concisa:
¿Qué ha pasado? Que los coches oficiales se han convertido en coches de representación. Cuanto más alta sea la gama, mejor. Pero no provocan la misma reacción en quien los ve pasar.
Veamos. Ciudadano que ve el coche de un directivo de un banco:
—¡Cómo se las gastan en el banco este, cómo cuidan de sus jefes! ¡Deben de tener muchísima pasta!
Ciudadano que ve el coche de lujo de un político:
—¡Cómo se las gastan estos políticos, cómo se cuidan, pero si no hay ni un duro!
Porque, señores políticos, su empresa, nuestra empresa, la política que pagamos todos ahora va a pilas, así que si el coche debe hacer honor a cómo va el negocio, mejor elijan un motocarro; porque boyante, lo que se dice boyante, no está. Así es como el coche oficial se ha convertido en coche de representación y en comunidades con un alto déficit y una deuda que se les sale por las orejas, los gobernantes van de aquí para allá en sus lujosas carrozas, mirando al vecino a ver si la suya es mejor.
Repasemos. Están los adeptos a la marca Audi, el modelo de Touriño. El acorazado que adquirió el presidente de la Xunta durante su mandato causó revuelo. Blindado de arriba abajo, costó la friolera de 480.000 euros. Con este tanque quiso simular a La Bestia de Barack Obama, y no era el primero, sino el cuarto coche que se compraba. En su flota contaba con dos Audi A8, también de los revestidos con blindaje. Sin comentarios. Hemos contado cuatro vehículos, pues bien, quedan 2.244 coches, que son los que había en Galicia en 2009. Por si fueran pocos, en los dos años siguientes, según el PSOE, el gobierno del PP «se gastó más de 10 millones de euros» en vehículos nuevos. Porque allí motorizados van todos, no solo los altos cargos. El coche también es para el resto de políticos, el personal de libre designación, los miembros de organismos autónomos, de entidades estatutarias, etc.
El de Barreda estaba valorado en 377.749 euros. Con él, el ex-presidente de Castilla-La Mancha recorrió cincuenta y tres mil kilómetros en cinco años. Poca distancia si tenemos en cuenta que esa comunidad es una de las más extensas. Así que este Audi A8 equipado con fuselaje blindado, inhibidores y ruedas especiales no ha prestado muchos servicios que digamos.
Gallardón se paseaba con dos modelos valorados en 600.000 euros. Ahora recorre las calles con un limpio modelo híbrido, por aquello de tener contenta a doña Ana Botella y preservar el medio ambiente. Ese es el vehículo que le ha dejado de legado a la nueva alcaldesa de Madrid. El eléctrico está valorado en tan solo 29.000 euros, así que bienvenida sea la reducción del CO2 para nuestras arcas municipales.
En Aragón también sus gobernantes eran fanáticos del Audi. Sin embargo, en plena crisis los portavoces y parlamentarios de la cámara aragonesa hicieron un alarde de patriotismo y decidieron cambiar los coches por otros de la marca Opel. La causa es que querían apoyar a la planta que la marca tiene en Figueruelas (Zaragoza). Los políticos se compraron varios Opel Insignia, el vehículo de más alta gama de la marca alemana. Aunque cuesta creerlo, en la planta de Figueruelas solo construyen Opel Corsa, un coche pequeñito que no les cuadraba, así que el pedido se hizo a Alemania. En conclusión, de patriotismo nada de nada. Además, ni el que fuera su presidente autonómico, Marcelino Iglesias, ni el alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, cambiaron sus Audi A8. ¿Qué tendrá ese coche, que los vuelve locos?
Y qué no tendrá. Que se lo digan al presidente del Parlament de Cataluña, Ernest Benach. No contento con los extras del sempiterno A8 que tenía a su disposición, encargó comprar una mesita, un reposapiés y una televisión para su coche oficial, por un total de 20.000 euros que salieron del erario público en extras para su propio bienestar. Hay otros a los que no les convence del todo ese modelo. Si vamos a Extremadura, donde hay unos mil seiscientos coches oficiales para altos cargos, nos encontramos con que a uno no le hizo gracia el por todos anhelado Audi A8. En el año 2008, el Gobierno extremeño compró un lujoso híbrido Lexus para la consejera de Economía, Dolores Aguilar. ¿Su valor? 68.208 euros. Fue tal la que se montó que la junta tuvo que devolver el coche y pedir disculpas. Luego dicen que no cuadran las cuentas…
El coche de Benach compartía plaza en el aparcamiento del Palau de la Generalitat con dieciocho Audi A6, veintidós Renault y veinticinco Volkswagen. En los garajes de muchos gobiernos autonómicos cogen polvo vehículos de lujo de diferentes marcas. La Xunta de Galicia se lleva la palma: Feijóo subastó trescientos cincuenta coches al llegar al poder, porque en su gobierno mantener la flota cuesta 2.000 euros al día. En Madrid, Esperanza Aguirre eliminó cuarenta y ocho coches oficiales y cesó a veintitrés conductores, toda una muestra de austeridad. ¿Sabe cuántos le quedan? Nada más y nada menos que setenta y siete más, rodando calle arriba, calle abajo.
Madrid y Valencia son las dos grandes ciudades que garantizan sí o sí coche oficial a sus concejales. Así lo dispusieron allá por los años noventa sus alcaldes Álvarez del Manzano y Rita Barberá, respectivamente. Desde los consistorios aseguran que es fundamental para garantizar la protección de sus concejales. UPyD en Madrid ha renunciado a ese derecho, y los dos concejales de IU de Valencia también. En el caso de la capital el grupo de Rosa Díez asegura que de esta manera se ahorran 100.000 euros. El grupo popular y el socialista del ayuntamiento han asegurado que es un ahorro nimio. Sí, tal vez lo sea para una deuda pública de más de 7.000 millones de euros en la ciudad, pero por algo se empieza.
A finales de los años noventa la banda terrorista ETA comenzó a asesinar a concejales en diferentes municipios de España. Desde el Ministerio de Interior se instó a los consistorios a que cada concejal gozara de coche y protección durante su ejercicio. En los casos más sensibles, para que no ocurran desgracias, la protección y las medidas de seguridad en nuestros políticos son necesarias, escoltas y coches que no los dejen al descubierto son elementos a tener en cuenta en el ejercicio político, pero eso de ir en automóviles de lujo con la que está cayendo puede ser un exceso a los ojos de los ciudadanos. Tal vez el coche oficial los ha enajenado de la opinión pública que viaja a pie, y es que para los políticos, aunque gobiernen en un territorio muy limitado, como un municipio, no parece que el tamaño sea proporcional al coche que se gastan.