Para mí, colar unas líneas en un libro de Sandra Mir y Gabriel Cruz es como que David se convierta en biógrafo oficial de Goliat. Me explico. Para quien no lo sepa, Sandra y Gabriel son dos de esos famosos periodistas discretos. Dos gigantes modestos que toman con humildad su profesión, anónimos tras sus crónicas, pero conocidos y respetados hasta la saciedad para cualquiera que conozca desde dentro el mundo del periodismo en España.
No contaré sus andanzas en estas líneas para no aburrirle, pero haré un resumen: si yo tuviera que confiar en alguien para tratar un caso, ellos estarían seguro entre los cinco primeros nombres que se me ocurren. Sandra es posiblemente la persona más tenaz que conozco, capaz de pasar varios meses cuidando ancianas con el cuerpo lleno de cables para dejar constancia de los abusos que sufren y arrancar la entrevista que todo el mundo busca. Gabriel es el hombre para todo. Más reflexivo. Periodista sobre todas las cosas, pero con los mimbres de la curiosidad imperiosa. Igual detective que archivero. El hombre atento. Y los dos forman el tándem perfecto.
Las páginas que está a punto de leer son la mejor muestra de ello, una denuncia colmada de ironía que impacta donde más duele: en este estado absurdo que es España. La España de las autonomías. Del despilfarro. Del bolsillo roto. La España de los cargos repartidos a dedo, del compadreo y del «vuelva usted mañana». Esa que pagamos todos y que se estructura sobre una mentira. ¿Se imagina que en España se trate de distinta manera a las personas por el color de su piel? ¿Por razones de sexo? ¿Por ser hombre o mujer? Sería algo anacrónico, primitivo, además de una aberración legal. Entonces, ¿por qué permitimos que existan tantas diferencias en virtud del lugar de nacimiento?
Dice la Constitución que todos somos iguales ante la ley. Los mismos derechos, las mismas obligaciones. Con el trabajo de Sandra y Gabriel descubrirá que no es así. Ya no hay toros en Barcelona. Un señor de Canarias puede tener perros de razas prohibidas en Toledo y los impuestos municipales son cada uno de su padre y de su madre. La regla es que no hay reglas. Por eso este libro aflora, describe y confirma con claros ejemplos el disparate de leyes, recursos duplicados y situaciones absurdas en que se ha convertido España. El fruto envenenado del lenguaje político. El juego de las diferencias; una persona es tan parecida o distante a su vecino como lo queramos ver. Todo depende de dónde nos situemos. En un extremo de la escalera, todos somos seres humanos. Todos iguales. Pero claro, eso no justifica distintas cotas de poder. En el otro, tú eres rubio y yo moreno, tú vistes de traje y yo con vaqueros. Tú de izquierdas y yo de derechas. Tú de Madrid y yo de Barcelona. Y es aquí donde está el negocio. En hacer creer al resto de tus vecinos que tú, por ser de una zona determinada, por tener una cultura propia, unas costumbres autóctonas y una forma distinta de entender el mundo, mereces un trato mejor que los demás. Mereces algo distinto. Y sobre todo, algo gestionado por el político de turno que te ha convencido de ello.
Así entramos en una espiral creciente. Las instituciones públicas se multiplican y todo responde al interés del ciudadano. Que Andalucía tenga sesenta y cuatro páginas seguidas de cargos públicos —como demuestran los autores— es por el bien del ciudadano. Que los cargos se solapan y hasta cinco instituciones sirvan para poner reclamaciones de consumo en este país es por el bien del ciudadano. Que las comunidades autónomas, las diputaciones, los ayuntamientos acaparen cada vez más cotas de poder es por el bien del ciudadano. Calma. Cuesta un dinero, pero es un mal necesario. Así vamos a preservar nuestras culturas, nuestras costumbres, nuestros idiomas. Nuestra forma distinta de entender el mundo…
Por eso este libro es tan importante. Estas páginas son una herramienta. Una guía. Una llamada de atención para que no nos dejemos engañar. Un jarro de agua fría para abrir los ojos. Si todos somos iguales, ¿por qué fomentamos constantemente las diferencias? Palabras como pueblo, lengua o nación tienen un componente cultural innegable. Pero un Estado es solo una organización abstracta. Una forma pactada y arbitraria de gestionar el dinero de todos. Que no nos hagan líos. España es un país donde conviven distintos pueblos. Distintas nacionalidades. Pero un solo Estado donde la gente, independientemente de ser rubio o moreno, hombre o mujer, madrileño o barcelonés, de izquierdas o de derechas, debería tener las mismas obligaciones y los mismos derechos. Ahora, Sandra y Gabriel, tras un año de pesquisas y un extenso trabajo de campo, han puesto a nuestro alcance las pruebas. Aquí las tiene. Quítese la venda porque, tras leer estas páginas, ya no tendrá excusas para caer en la trampa.
DANIEL MONTERO