Hace muchos años, en un reino muy lejano, existía un rey que tenía una debilidad: su mayor preocupación eran los trajes que tenía que lucir por las calles delante de sus súbditos. Un buen día, dos charlatanes le sedujeron diciéndole que podían fabricar para él la tela más suave y más exclusiva que jamás se había visto. Pero los dos hombres le advirtieron: esta prenda que tejerían con ese material especial tendría una cualidad, la capacidad de ser invisible para cualquier estúpido o incapaz para su cargo. Los sastres comenzaron a hacer como que tejían la tan exclusiva prenda, mientras se quedaban el dinero que el rey les había dado para comprar ese tejido maravilloso. El soberano estaba muy nervioso y envió a dos de sus hombres de confianza a que vieran cómo iban los trabajos. Ninguno de sus ayudantes admitió que no vio nada y le dijeron al gobernante que estaba quedando muy bien. Llegó el día del estreno y los timadores acudieron a la alcoba real a ayudar a vestir a Su Majestad. En las calles todo el mundo esperaba a ver la maravillosa prenda que el rey iba a estrenar, porque se había publicitado el gran momento por todo el reino y el nuevo vestuario causaba mucha expectación entre los habitantes. Por fin llegó el momento y Su Majestad, no queriendo reconocer que era un estúpido o incapaz de gobernar, no le dijo a nadie que él tampoco veía ningún traje. Salió a la calle y el pueblo se quedó mudo: su rey iba desnudo.
La historia de este traje nada tiene que ver con la de otros trajes que conocemos en nuestra historia política actual, tiene que ver con la vanidad y el orgullo de los dirigentes. Hans Christian Andersen lanzó con este cuento un mensaje claro: aunque tu pueblo vea la realidad, aunque seas consciente de que lo que estás haciendo no es real, si te han pillado en tu equivocación, sigue desfilando con la cabeza bien alta, porque eres un rey y nadie te puede llevar la contraria.
En nuestro país parece que esta fábula tendría que contarse al contrario: nuestros dirigentes quieren que el fasto que los rodea sea invisible, que pase desapercibido, porque, si algo ha cambiado, es que a los dirigentes sí que se les puede llevar la contraria, así que cuanto menos revuelo armen sus gastos y la pompa que utilizan para regir los designios políticos de su pueblo, mejor que mejor. Nuestros gobernantes se suben a lujosas carrozas, utilizan palacios a su antojo como lugar de trabajo y se atracan con suculentos manjares a costa de nuestro dinero. Mientras tanto, los ciudadanos, asombrados, detectamos esos excesos. Los periodistas lo criticamos en las publicaciones, conseguimos informes con facturas de gastos absurdos y entonces la población se indigna.
Pero ¡un momento! Parece que no ha cambiado tanto la historia de El traje del emperador, pues aquí también siguen con la cabeza bien alta sin reconocer que esos lujos no eran del todo necesarios.