—¿Y ahora a qué estás esperando? —preguntó impaciente Anna—. ¿No habías dicho que querías bailar?
—Sí —respondió rápidamente Anton—. Yo… sólo me había distraído.
Anna puso hocico.
—Por Viola, ¿no?
—¡No! —dijo Anton con una risa irónica.
¡En aquella ocasión Anton pudo contestar que no, que era por Rüdiger, sin tener que temer despertar los celos de Anna!
Anna soltó una risita.
—Al principio Rüdiger no se quería venir conmigo —le informó ella—. He tardado casi una eternidad en poder convencerle. Decía que estaba muy decepcionado con Viola.
—¿Decepcionado? ¿Con Viola? —se sorprendió Anton.
—Sí. ¡Y luego está como loco detrás de ella con sólo verla por la ventana! Pero así es Rüdiger: más cambiante que la luna.
Anton se asustó.
—¿Quiere eso decir que ya está entrando en la pubertad…, igual que Lumpi?
—¡Ay, Anton! —exclamó Anna dándole con guasa un empujoncito—. ¡Si eso es totalmente imposible! Seguirá teniendo eternamente la misma edad que tenía cuando… —De repente se interrumpió y, a continuación, cambiando rápidamente de tema, dijo—: Vamos de una vez.
Y empezó a cantar muy alegre: «Baila conmigo hasta que amanezca, llévame bailando a la felicidad…»
—¿Hasta que amanezca? —repitió Anton—. ¡Yo calculo que dentro de una hora como mucho el señor Fliegenschneider dirá que se ha acabado la fiesta!
—¡Razón de más para que nos demos prisa! —dijo Anna cogiéndosele del brazo.
Cuando entraron en la sala, de todas formas, no parecía que la fiesta se fuera a ir a acabar pronto. En mitad de todo el barullo el señor Fliegenschneider bailaba con la señora Nusskuchen, con una cara de satisfacción casi juvenil.
—¿Se ha puesto ya bien tu profesora? —preguntó Anna señalando con un movimiento de cabeza a la señora Nusskuchen.
—No, esa es la madre de Katrin —le explicó Anton—. Solamente ha venido para ayudar al señor Fliegenschneider. Igual que la señora Zauberhut, la que está allí, en el bufet.
—¿Solamente, dices? —replicó Anna—. ¡Me imagino que debe de ser bastante agotador irse de viaje con una horda como ésta!
—¿Horda? —dijo Anton haciéndose el indignado.
—Pues sí… —dijo Anna con una risita—. Los mayores cargan siempre con toda la responsabilidad. Y tus compañeros de clase no parecen precisamente no haber roto nunca un plato.
Anton se rió irónicamente.
—Las apariencias engañan —afirmó—. Nosotros somos la clase más simpática, más inofensiva y más pacífica que se puede uno imaginar.
—¿Hay que creérselo? —preguntó Anna sonriendo pícaramente.
Con su mano sana cogió a Anton de la cintura y le empujó suavemente hacia la pista de baile. Anton se sentía como si le estuvieran mirando con curiosidad docenas de pares de ojos.
Pero seguramente eso no eran más que imaginaciones suyas, pues Henning acababa de poner otro disco y casi todos estaban cantando a voz en grito «Come on baby, let's do the twist»…, intentando hacer los movimientos oportunos: ponerse de rodillas, volver a levantarse, sacudir las caderas…
Anton entonces vio también al pequeño vampiro. En medio de todos los «vampiros» disfrazados no había sido nada fácil encontrarle, porque Rüdiger hacía todo exactamente lo mismo que los demás…, sin duda para impresionar a Viola: el pequeño vampiro se ponía de rodillas, se levantaba otra vez con la cara colorada y sacudía las caderas…
Anton se mordió la lengua para no reírse.
—¿Qué clase de baile es éste? —preguntó Anna.
—Esto es el twist —contestó Anton.
—Este baile no me gusta —dijo Anna—. Prefiero bailar contigo de verdad.
—¿De verdad?
—¡Sí! Como en el baile de los vampiros del Valle de la Amargura. Tú me pones las manos en mi cintura, y yo me cojo de tus hombros. ¡Eso sí que es bonito!
—Pero es que hoy ya nadie baila así —dijo Anton señalando al pequeño vampiro y a Viola, que no se tocaban en absoluto—. Ya nadie baila agarrado. A lo sumo en una fiesta expresamente para bailar agarrado…
Anna se estrechó contra él.
—Pues entonces hagamos una fiesta… ¡expresamente para bailar agarrado!
Anton tosió vacilante.
—Pero es que en una fiesta de esas todos tienen que bailar agarrado.
—¡Pues el señor Fliegenschneider está bailando agarrado! —replicó Anna.
Anton miró donde ella estaba mirando y comprobó que el señor Fliegenschneider y la señora Zauberhut estaban bailando agarrados.
—Ellos se lo pueden permitir —explicó él—. Pero me gustaría evitar que llamáramos la atención. Es por ti…, para que nadie sospeche… Y, además —añadió cuando vio que Anna ponía cara de enfado—, mañana podemos hacer una fiesta mucho mejor para bailar agarrado, en mi casa… solamente tú y yo.
A Anna se le iluminaron los ojos.
—¡Oh, sí! —dijo—. ¡Y me llevaré un par de velas e incienso de tía Dorothee, y haremos una agradabilísima fiesta para bailar agarrado, tú y yo!
Después de decir aquello empezó a imitar con cuidado los movimientos de los demás: se puso de rodillas, se volvió a levantar, giró las caderas…
Pero apenas un ratito más tarde susurró:
—Me estoy mareando, Anton.
—Entonces será mejor que nos sentemos —dijo asustado Anton.
Cogió de la mano a Anna y se la llevó a una mesa que estaba cerca de una ventana abierta. Esperaba que el frío aire de la noche le sentara bien.
—Lo siento —dijo ella—. Ahora te he estropeado la fiesta.
—¿Tú? ¡Nada de eso! —la contradijo Anton.
—Si quieres bailar con otra… —dijo pestañeando.
Anton sacudió la cabeza con decisión.
—¿Por qué iba a hacerlo? ¡No, yo me quedo contigo!
«Y también puedo ir a cogerte algo del bufet», iba a añadir. Pero en el último momento se calló, pues tratándose de Anna era algo bastante… ¡inoportuno!