—Por cierto —preguntó Anton como muy de pasada cuando estaban cruzando el patio—, ¿ha venido contigo Rüdiger o no?
—Venir sí que ha venido —dijo Anna—. Pero yo que tú me olvidaría de él.
—¿Que me olvide de él? —repitió anonadado Anton.
Anna soltó una risita.
—¡Hoy nada más, naturalmente! Es que Rüdiger se ha levantado del ataúd con el pie izquierdo, ¿sabes?
—¿Y eso qué significa?
—Oh, pues que a veces se comporta aún peor que Lumpi.
—¿Lumpi?
Angustiado, Anton se acordó de su encuentro con él en el cementerio.
—No estará aquí Lumpi, ¿no? —preguntó mirando preocupado a su alrededor.
—No, no —le tranquilizó Anna—. Está en su «Sociedad Filarmónica para Hombres» —dijo Anna de nuevo con una risita—. ¡Imagínate!: ¡Waldi el Malo tiene previsto hacer una gira!
—¿Una gira?
—Yo eso no me lo creo —dijo Anna—, pero Lumpi está convencido de que van a hacer carrera. ¡Hasta se han cambiado de nombre!
—¿Se han cambiado de nombre?
—Sí, ahora se llaman… ¡«La Cripta del Swing»!
Anna se rió como una gallina clueca.
—Oye, ¿y qué pasa con vuestra música? —preguntó ella después de una pausa—. ¡No oigo nada de nada!
—Probablemente seguirán todavía con los juegos —dijo Anton.
—¡Si así fuera, Rüdiger no habría entrado en la casa! —repuso Anna.
—¿Ha entrado en la casa? —Pues sí, hace cinco minutos.
Habían llegado a la puerta de entrada. Pudieron oír risas y voces, pero no música. ¿Se habría cargado Henning mientras tanto el equipo de música con sus «artes de disc-jockey»?
—¡Ven, vamos a mirar primero desde fuera! —dijo Anna tirando de Anton.
Por la ventana vieron que, efectivamente, aún seguían con los juegos; ahora le había tocado el turno a «Pajarito: pío, pío, que yo no he sido». Anton se dio cuenta porque todos —excepto Rüdiger, al que no pudo ver por ninguna parte— estaban sentados en círculo y cada vez que Tatjana, que llevaba los ojos vendados, tocaba a uno de los chicos, éste gritaba «¡pío, pío, que yo no he sido!»
Anton, sin embargo, no sabía qué nombre le habría puesto al juego la señora Nusskuchen.
—¡Murcielaguito: pío, pío, que yo no he sido! —le dijo divertido a Anna.
—¡¿Cómo dices?! —bufó Anna—. ¡Yo no soy ningún murciélago! ¡Y odio que me llamen así!
—No, yo no me refería a ti —dijo Anton, sorprendido por el arrebato de ella—. Sólo me refería al juego.
—Como si no conociera yo el juego —le espetó indignada Anna—. ¡El día de mi cumpleaños de vampiro jugamos, y entonces se llamaba de otra manera!
—Sí, «Pajarito: pío, pío, que yo no he sido»; y por eso lo he cambiado por «murcielaguito»…
—¡Pío, pío! —le interrumpió a Anton una voz chillona.
Volvió la cabeza y vio al pequeño vampiro.
—Yo…, yo creía que ha…, habías entrado en la casa —balbució Anton.
—Sí. ¡Pero no para participar en vuestros infantiles y estúpidos juegos! —replicó muy digno el pequeño vampiro—. Así que…, ¡zas!…, volví a salir volando por una ventana. ¡No sin antes —dijo después— llevarme este precioso y pequeño librito que alguien había tirado!
Riéndose con alevosía hizo aparecer un libro encuadernado en negro que llevaba escondido debajo de su capa.
—¡Eh! —exclamó Anton—. ¡Pero si es mi libro! ¡El vampiro de Amsterdam!
—Ah, ¿sí? —fingió estar perplejo el pequeño vampiro—. A mí, de alguna manera, ya me resultaba conocido cuando lo he visto tirado en la papelera…
—¿En la papelera? —se enfureció Anton—. ¡Estaba junto a mi cama, encima de una silla!
—Oh, pues entonces será que le han salido alas —se burló el pequeño vampiro. Y con voz de ultratumba añadió—: ¡Por el Conde Drácula: estaba en la papelera!
—Probablemente porque tú lo habías tirado allí antes —gruñó Anton.
El pequeño vampiro prefirió no replicar nada. Con la mayor calma del mundo hizo desaparecer el libro de Anton bajo su capa. Luego se estiró y espió el interior de la sala.
Anna le tiró a Anton del brazo.
—¡No le provoques! —susurró—. En la primera ocasión que tenga se lo quitaré otra vez.
En ese momento el pequeño vampiro pegó un grito: un grito de alegría, según pudo comprobar enseguida Anton.
—¡Viola! —suspiró el vampiro apretando las palmas de sus manos contra el cristal.
Entonces Anton y Anna vieron también cómo Viola aparecía al otro lado de la ventana y Rüdiger la saludaba con la mano muy emocionado.
—Oh, Viola —dijo el pequeño vampiro—. En realidad yo no quería entrar, pero ya que me sonríes así…
Y como un sonámbulo se dirigió hacia la puerta. Anton pensó si no sería mejor detener al pequeño vampiro… Y entonces resonó en la sala un redoble. Era el principio de una canción de rock duro. ¡Y en medio del jaleo y del trajín que allí se formó seguro que el vampiro no despertaría ninguna sospecha!