Después de las adivinanzas del «clavo de ataúd», la señora Zauberhut inauguró el «bufet vampiresco». No era tan opíparo como lo fue en su día el bufet de Schnuppermaul… Aquella vez, cuando Geiermeier, el guardián del cementerio, estaba en el hospital y su ayudante organizó en secreto una fiesta de disfraces de vampiros.
Pero también la señora Zauberhut, con su grupo, se había esforzado mucho.
Las mesas del bufet estaban cubiertas con papel rizado de color rojo, había golosinas de color rojo, zumo de color rojo y piruletas de color rojo.
Los restantes «manjares» —que eran completamente normales— y las demás cosas que había para picar estaban en cajas de cartón alargadas forradas con papel negro, de tal forma que parecían pequeños ataúdes. Mientras Anton observaba aquellos «mini-ataúdes» llenos de palitos salados y de panchitos y de palomitas, alguien le tocó con mucha suavidad en la espalda, y luego oyó la voz de Anna:
—¡Qué mono!
Lenta, muy lentamente, porque no quería llamar la atención, Anton se dio media vuelta. Allí estaba Anna sonriéndole.
—Hola —dijo él con timidez.
—Hola, Anton —contestó ella cariñosamente.
—¿Como me has reconocido? —preguntó.
Ella soltó una risita.
—Yo siempre te reconozco…, por muy bien que te disfraces —dijo ella—. Por cierto —añadió después—, ¡esta fiesta está realmente bien! ¡No me habías contado nada de que todos fuerais a venir a la fiesta disfrazados de vampiros!
Anton, preocupado, echó un vistazo a su alrededor, pero nadie se había fijado en Anna. ¡Probablemente eso era debido a que con su capa negra, su pelo desgreñado, que le llegaba hasta los hombros, y su pálida cara apenas se diferenciaba del resto de los «vampiros»!
—Ha sido idea de Viola —explicó Anton—. Quería que pudierais estar en la fiesta sin llamar la atención.
Anna sonrió pícaramente.
—¿Pudiéramos?
—Sobre todo Rüdiger, naturalmente —confesó Anton—. Pero yo le he hablado a Viola de ti… Y le he contado que eres mi novia —añadió.
—¿Eso le has contado? —se alegró Anna.
—Sí —dijo Anton notando que se ponía colorado—. ¿Y tu mano? —preguntó rápidamente—. ¿Todavía te duele?
Anna observó su venda y asintió:
—Sí.
Se habían alejado del bufet y estaban ahora cerca de la ventana. Nadie se fijó en ellos…, ni siquiera el señor Fliegenschneider, que se acababa de llenar el plato hasta el borde de panchitos y palitos salados.
—Me gustaría tanto estar en tu clase… —dijo Anna con una sonrisa triste.
—Sí, esta noche quizá sí —repuso Anton—, pero estos días de atrás no han sido muy agradables que digamos.
—¡A pesar de eso me dais envidia!
—¿Envidia? —dijo Anton…, fingiendo indignación, pues Anna de repente parecía estar muy triste—. ¡Si supieras lo agotador que ha sido este viaje! ¡Tengo trece ampollas, siete callos y treinta y cuatro picaduras de mosquito!
Aquello era una exageración…, ¡pero a lo mejor servía para que Anna se animara!
—¿Dónde? —preguntó Anna.
—¿Que dónde? En los pies —dijo.
—¿Entonces no puedes bailar? —dijo ella mirándole asustada—. ¡Y a mí que me apetecía tanto!
—Oh, sí, sí que puedo bailar —aseguró rápidamente Anton—. Por lo menos un par de canciones sí —precisó.
—Yo tampoco puedo bailar mucho tiempo —le consoló Anna—. Si lo hago, me volveré a marear. Imagínate: ¡en el vuelo hasta aquí he tenido que pararme tres veces!
—¿Tres veces?
—¡Sí! —dijo Anna sorbiendo con la nariz.
—¿Estás triste por eso? —preguntó cautelosamente Anton.
Anna sacudió la cabeza.
—No. Es que os he estado observando desde fuera; por eso estoy triste.
—¿Nos has estado observando? —dijo Anton con una sensación de inquietud.
Intentó recordar si había hecho alguna cosa que pudiese haber enfadado a Anna. ¡Pero ni siquiera había bailado aún!
—Os habéis sentado en círculo —informó Anna—. Primero habéis puesto caras pensativas. Luego alguien ha dicho algo en voz alta y todos os habéis reído. Parecía todo tan… agradable. ¡Y tú también te has reído! —Ella volvió la cabeza—. Y, de repente —siguió diciendo—, he pensado que tú y los demás sólo sois vampiros esta noche… Y solamente porque eso os divierte. Pero yo… ¡yo tengo que seguir siempre así, quiera o no!
Sollozó, y antes de que Anton pudiera replicar algo, se fue corriendo hacia la puerta. Anton salió corriendo detrás de ella… y estuvo a punto de chocarse con el señor Fliegenschneider, que se había llenado por segunda vez el plato, ahora de nueces y rosquillas saladas.