Aquella noche a las nueve Anton ya estaba metido en la cama. Se sentía tan cansado que ni siquiera participó en los murmullos de los demás.
Y Anton incluso sólo oyó como algo muy lejano lo que el señor Fliegenschneider dijo furioso acerca de que volvería a pensarse muy bien lo de la fiesta de despedida como no reinara inmediatamente un silencio absoluto en todas las habitaciones.
Anton sólo se volvió a acordar de la amenaza del señor Fliegenschneider a la mañana siguiente, cuando Ole le zarandeó por los hombros.
—Bueno, ¿qué? ¿Se va a hacer la fiesta o no? —preguntó preocupado.
—Pues claro que se va a hacer —dijo fanfarroneando Ole—. Si Fliegenschneider lo único que hizo fue amagar y no dar. Además, a las once y media ya estábamos en silencio.
—¿Hasta las once y media nada? —preguntó Anton.
¡Por lo que conocía al señor Fliegenschneider seguro que suspendía la fiesta de aquella noche y, como castigo, incluía en el programa una marcha forzada!
Pero una de dos: o Anton estaba equivocado con respecto al señor Fliegenschneider o es que la proximidad del fin del viaje le había suavizado el carácter.
El caso es que durante el desayuno el señor Fliegenschneider no se quejó ni lo más mínimo. Ni siquiera quiso hacer otra marcha, como Anton se temía, pensando en que, ya que había una fiesta de despedida, también habría una marcha de despedida para que esa noche todos tuvieran sueño muy pronto.
Y cuando Anton vio después de comer que el señor Fliegenschneider ayudaba incluso al grupo de la señora Nusskuchen a decorar el comedor, tuvo de repente la sensación de que los días anteriores el señor Fliegenschneider quizá lo único que había hecho era representar un papel: el del profesor severo que impide que todo el mundo se divierta… Algo parecido a lo del pequeño vampiro, que por Viola se había metido en el papel de actor de cine…
«¡Pero esta noche en la fiesta se verá lo simpático y lo sociable que es realmente el señor Fliegenschneider!», pensó Anton. «Sobre todo si encima le vienen dos invitados de fuera.»
En un principio la fiesta de despedida iba a empezar a las siete. Pero como Anton protestó y dijo que era una hora completamente imposible para una fiesta de vampiros y Viola y algunos más se unieron a la protesta de Anton, el señor Fliegenschneider aplazó el comienzo hasta las ocho.
El maquillaje de los chicos empezó a las siete y media en el cuarto de los lavabos, naturalmente bajo la experta dirección de Anton. En el caso de las chicas, Viola era la responsable del vampiresco make-up.
Poco antes de las ocho los chicos ya se habían transformado en vampiros, más o menos terroríficos, con la ayuda de crema para niños blanca, polvos de talco, lápices de ojos de color negro y de color marrón y barras de labios de color rojo… rojo sangre.
Todos se miraban riéndose en el ancho espejo y comparaban las pintas que tenían. Ole, que se había pintado debajo de los ojos unas ojeras negras como la pez y de cinco centímetros de ancho, era el que tenía un aspecto más terrorífico…, pero también menos auténtico. Anton se había maquillado de una forma más bien discreta y estaba muy satisfecho con el resultado. ¿Le reconocería Anna a primera vista entre trece vampiros? (En la clase de Anton eran trece chicos.).
Todos se habían «modelado» el pelo con gel incoloro y todos llevaban ropa oscura. Anton se había puesto unos pantalones negros y un jersey gris oscuro.
Las chicas, que habían tardado más en maquillarse que los chicos, tenían un aspecto más «mortalmente elegante», como observó aprobatoria la señora Nusskuchen.
¡Viola parecía tener mucho talento para pintar máscaras! Anton observó con un poco de envidia los párpados pintados de azul marino brillante, la piel entre blanca y verdosa y los peinados artísticamente desgreñados de las chicas.
La señora Zauberhut y la señora Nusskuchen también iban maquilladas de vampiro y vestidas de negro. El único que se presentó con sus pantalones lisos de paño de siempre y con una camisa de sport a cuadros fue el señor Fliegenschneider.
—Pero, hombre, eso no puede ser, señor Fliegenschneider —le reprochó la señora Nusskuchen…, que al parecer con el disfraz de vampiro se había vuelto más atrevida—. ¡Tiene que maquillarse y que disfrazarse!
—Sí, sí —coincidió traviesa con ella la señora Zauberhut—. ¡Si no, todavía le va a morder un vampiro!
El señor Fliegenschneider se rió tímidamente.
—¿Usted cree?
—Siendo el único ser humano entre un montón de vampiros… —respondió la señora Zauberhut.
—Pero es que yo de maquillaje no entiendo nada… —se defendió el señor Fliegenschneider.
—Oh, eso déjelo de mi cuenta —dijo Viola.
—No sé, no sé… —se resistió el señor Fliegenschneider.
—¡Venga usted! —dijo enérgicamente la señora Nusskuchen—. Viola y yo le vamos a transformar en un vampiro como es debido.
—Bueno, si se creen capaces… —dijo con una risita el señor Fliegenschneider.