El señor Fliegenschneider te ha echado en falta

Cuanto más se aproximaba a Fosavieja, más se diluían las impresiones que había tenido en el cementerio. De repente le entró la preocupación de que podrían haber descubierto su cama vacía y se le puso un nudo en la garganta.

Y aquella sensación de angustia tampoco se le quitó cuando vio debajo de él la granja escolar y la casa del señor Greulich y comprobó que no había luz en ninguna ventana. Quizá el señor Fliegenschneider no hubiera encendido ninguna luz a propósito, para sorprenderle…

Anton aterrizó en el patio, detrás de un árbol. Anduvo de puntillas sin hacer ruido hacia el comedor. La ventana estaba entornada, exactamente igual que él la había dejado. La abrió. Nada se movió tras ella.

De repente, Anton se dio cuenta de que aún llevaba puesta la capa de vampiro. Se la quitó apresuradamente y la escondió debajo de su jersey. Luego entró en el edificio.

Realmente parecía que había tenido suerte: el pasillo, iluminado solamente por la débil lamparilla de noche que había sobre el cuarto de los lavabos, estaba desierto. ¡Era casi inimaginable que detrás de las puertas se encontraran sus compañeros de clase durmiendo! Y también la puerta del señor Fliegenschneider estaba cerrada.

Anton llegó a su habitación pasando completamente inadvertido. Con sus últimas fuerzas escondió la capa en el armario y se puso el pijama. Luego cayó en la cama como un tronco.

Anton se despertó porque de repente sentía los pies fríos. Desconcertado, se incorporó… y se vio rodeado de caras que se reían burlonamente de él.

—¿Es que quieres tirarte durmiendo hasta el mediodía? —preguntó Ole, que le había quitado la manta a Anton de un tirón.

—¿Qué hora es entonces? —murmuró Anton.

—Las ocho y media —contestó Sebastian.

—¿Las ocho y media? —preguntó Anton, que ahora ya estaba totalmente despierto—. Entonces, ¿habéis desayunado ya?

Ole asintió con la cabeza.

—Pero no te has perdido nada.

—El señor Fliegenschneider te ha echado en falta —le informó Henning.

—¿Me ha echado en falta?

—Sí, pero hemos sido buenos y le hemos dicho que estabas enfermo —contestó Sebastian—. El señor Fliegenschneider va a venir enseguida a ver qué tal estás. A lo mejor puedes quedarte en la cama y no te tienes que venir de marcha con nosotros a las Montañas Peladas.

—¿A las Montañas Peladas?

¡A Anton la perspectiva de quedarse en la cama en lugar de ir de marcha, de hecho, le atraía mucho!

Se volvió a recostar sobre su almohada.

—Tenéis razón —dijo—. Realmente me encuentro muy raro. Probablemente ayer me esforcé demasiado… En las carreras —añadió.

—O desenterrando ataúdes —observó Sebastian.

—¿Desenterrando ataúdes? —repitió asustado Anton. ¿Sospecharía Sebastian algo?

—Mírate las manos —dijo Sebastian—. Tienen el mismo aspecto que si fueras jardinero de cementerio o algo parecido.

Anton se puso pálido. ¡Tenía las manos negras, negras como la pez!

—Yo… me las voy a lavar rápidamente —dijo.

E iba a añadir: «Antes de que venga el señor Fliegenschneider».

Pero cuando lo iba a decir se abrió la puerta y entró el señor Fliegenschneider, acompañado por la señora Zauberhut.

—¿No te encuentras bien? —preguntó observando con atención a Anton.

Anton había hecho desaparecer sus manos debajo de la manta.

—Me siento muy raro —dijo, y tosió.

El señor Fliegenschneider le puso la mano en la frente.

—Fiebre no tiene —anunció.

—Pero estoy tremendamente cansado —dijo Anton…, lo que, por lo demás, era cierto—. Quizás esté cogiendo la gripe.

—Realmente parece que está muy pálido y muy agotado —intervino la señora Zauberhut—. Me parece que, si lo prefiere, debería quedarse en la cama. A veces un par de horitas de sueño hacen milagros.

—Humm… —gruñó el señor Fliegenschneider, que al parecer no se creía demasiado lo de la enfermedad de Anton. Y dirigiéndose a la señora Zauberhut preguntó—: ¿No cree usted que un poco de movimiento y de aire puro le sentarían igual de bien?

—Un poco de movimiento sí —asintió la señora Zauberhut—. Pero una hora de marcha para ir y otra hora para volver…, eso no es ninguna nadería.

—Está bien… —dijo el señor Fliegenschneider… con el mismo gesto de fastidio que ponía siempre en el colegio cuando alguien no había hecho los ejercicios de matemáticas pero podía presentar un justificante por escrito de sus padres.

—Pero sólo hasta el mediodía —dijo—. ¡Y si entonces no tienes fiebre te levantarás de la cama!

Anton asintió con la cabeza…, haciendo esfuerzos para que no se le notara la alegría y el alivio que sentía.

Fue una mañana muy reposada. Anton estuvo durmiendo hasta las diez, y luego leyó historias de terror y disfrutó de una deliciosa calma. Solamente en una ocasión llegó la señora Greulich a llevarle una taza de infusión de menta y dos panecillos con mermelada. La infusión se la tomó de mala gana, pero los panecillos se los comió con un hambre canina.

Poco antes de la una regresaron sus compañeros de clase…, no precisamente entusiasmados con la marcha, por lo que se veía en sus malhumoradas caras.

—Las Montañas Peladas han sido más emocionantes aún que las Peñas del Diablo —se quejó Sebastian.

—¡Y encima he dejado hechos polvo mis estupendos calcetines nuevos! —dijo furioso Henning pasando el dedo por los agujereados talones de sus calcetines de tenis, que en un principio eran blancos.

—Si lo hubiera sabido, yo también me hubiera quedado en la cama —dijo Ole mirando con envidia a Anton, que estaba sentado, de buen humor y sobre todo completamente descansado, en el borde de la cama—. ¡Has vuelto a ser el más listo de todos!

Anton se rió burlón.

—Yo no he sido listo; yo estaba enfermo.

—Ya, ya se ve —gruñó Henning.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Anton haciéndose el inocente—. ¿No has oído lo que ha dicho la señora Zauberhut?: A veces un par de horitas de sueño hacen milagros.

—Un par de horitas de sueño también me vendrían bien a mí —suspiró Ole.

—¡¿Cómo podéis pensar en dormir?! ¡Pero si enseguida vamos a tener el menú a la Fosavieja, especial para gastrónomos! —bromeó Sebastian.