Anton enfocó su linterna por las paredes. Con un estremecimiento recordó su primera y hasta ese momento única «visita» allí abajo. En aquella ocasión no había tenido más que una fina vela que había estado temblando constantemente. Y al final, además, se le había apagado y Anton se había quedado allí completamente a oscuras. ¡Brrr! Se estremeció.
Pero esta vez su linterna no le dejaría en la estacada, ya se había encargado él de eso: ¡aquella misma tarde Anton le había puesto pilas nuevas!
Siguió avanzando. Después de unos cuantos metros descubrió en la pared el corazón en el que ponía «A + A»…, según él suponía, las iniciales de «Anna» y «Anton». Detrás de la interrogación que Anton había escrito aquella vez al lado del corazón había ahora dos gruesos signos de admiración. Tuvo que sonreír…, a pesar de que lo que le rodeaba no era precisamente muy agradable.
La salida de emergencia ya estaba a punto de acabarse: Anton descubrió la plancha de mármol que cerraba la salida.
En cuanto llegó a la plancha apagó su linterna…, por precaución, ¡pues quizá se viera la luz desde el exterior del cementerio! Y Anton sabía por experiencia que la plancha de mármol no cerraba completamente la salida.
Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Luego empezó a empujar hacia un lado la pesada plancha. Era un trabajo muy duro, pero Anton lo consiguió.
Mientras todavía estaba cobrando aliento percibió pasos sobre la gravilla e inmediatamente después voces.
—¡Allí! ¡Allí había algo! —exclamó una voz de hombre.
A Anton se le pusieron los pelos de punta: ¡aquella era la voz de Geiermeier, el guardián del cementerio!
—Yo no he visto nada —contestó una segunda voz, ligeramente gangosa.
Era, no había lugar a dudas, la de Schnuppermaul, el ayudante de Geiermeier.
—¡Sí! ¡En el pozo! —repuso Geiermeier.
Los pasos se aproximaron… y de repente un potente foco se dirigió hacia el pozo. Anton estuvo a punto de pegar un grito del susto que se llevó.
Pero luego la voz se apagó, y Geiermeier gruñó descontento:
—Falsa alarma.
—¿Y para eso me has sacado de la cama? —se quejó Schnuppermaul—. Si supieras el sueño tan agradable que estaba teniendo…: desde unas vacaciones en los mares del sur…, hasta que tú volvías a estar completamente sano.
—Bah, paparruchas —dijo huraño Geiermeier—. Yo estoy sano. ¡Ya ves que estoy loco por cargarme por fin a esos vampiros, a esa banda de chupadores de sangre!
Loco por cargárselos… Anton pensó en las afiladas estacas de madera que Geiermeier siempre llevaba consigo. ¡Brrr! Se agazapó todavía más.
—Pero el médico dice que todavía deberías guardar reposo —le advirtió Schnuppermaul.
—¡El médico! —dijo Geiermeier riéndose despectivo—. ¡Ése tampoco tiene ni idea del desastre que se ha adueñado de esto desde mi ausencia!
—¿Desastre? —se indignó Schnuppermaul—. ¡De mi casa no se ha adueñado nadie! Y por lo que respecta a mi trabajo yo he hecho lo que he podido.
—¡Que no ha sido mucho! —observó Geiermeier.
—Ahora estás siendo injusto —contestó lloriqueando Schnuppermaul—. ¡Yo te he sustituido lo mejor que he podido mientras tú estabas en el hospital!
—Ah, ¿sí? —gruñó Geiermeier—. ¡Te has estado tocando la barriga, has estado tumbado a la bartola!
—De eso nada —le contradijo Schnuppermaul.
—¡Y de qué manera! —dijo Geiermeier—. ¿O acaso has atrapado a un solo vampiro siquiera en todas las semanas en que yo, maldito sea el cielo, no he podido estar vigilando?
—No —admitió apocado Schnuppermaul.
—¡Pues entonces! ¡En lugar de eso te has pasado los días tranquilamente y por las noches, que es cuando empieza realmente el trabajo de un guardián de cementerio, le has echado el cerrojo a la puerta!
—Yo…, no que…, quería estro…, estropearte tu caza de vampiros —balbució Schnuppermaul.