Cuando aterrizó en la plataforma de tierra apisonada oyó la voz de Anna:
—¿Lumpi?
Sonó muy lejana y extrañamente apagada.
—¡Soy yo! —contestó.
—¿Tú, Anton? —dijo Anna con la voz más animada.
—¡Sí!
Anton volvió a cerrar el agujero con la losa.
—¿Estás sola? —gritó hacia el interior de la cripta, de la que salía la débil luz de una vela.
—¡No! —fue la respuesta.
A Anton se le aceleró el ritmo cardiaco.
—¿No?… ¿Está Rüdiger contigo?
Anna soltó una risita.
—¡No!
—Entonces, ¿quién? —preguntó nervioso Anton.
—Mi mejor amigo —contestó Anna.
En un primer momento Anton se quedó estupefacto.
—¿Tu mejor amigo?
—Sí… ¡tú! —dijo Anna riéndose otra vez.
—Ah… —murmuró Anton.
Bajó los escalones con la cara colorada.
Anton vio con alivio que todos los ataúdes estaban cerrados…, menos el más pequeño de todos ellos. En el estaba Anna mirándole con una tierna sonrisa; esa sonrisa con la que Anton tenía siempre aquella sensación tan rara.
—Yo… sólo quería ver qué tal estabas —dijo rápidamente.
—¿Que qué tal estoy? —dijo Anna levantando su mano derecha, que la tenía vendada con unos pañuelos viejos—. ¡Tengo los dedos terriblemente hinchados y me arden!
—¿Qué te ha pasado en la mano? —preguntó Anton acercándose a ella preocupado.
Únicamente había una fina vela encendida en un nicho de la pared, y bajo aquella tenue luz le pareció que Anna estaba bastante enferma y decaída.
—Es alergia —explicó Anna—. Mi abuela, Sabine la Horrible, dice que soy alérgica a alguna hierba.
Señaló un libro negro, desgastado de tanto leerlo, que tenía en su regazo.
—Y ahora estoy tratando de averiguar qué hierba podría ser.
—¿Por eso vas a ser la experta en botánica de hierbas? —preguntó Anton.
—¿Yo? ¿Experta en botánica de hierbas? ¿Quién ha dicho eso?
—Lumpi.
—¡Ése se lo cree todo! Lo de recoger hierbas sólo lo dije para poder ir a visitarte a la granja escolar. Aunque… —añadió mirándose con cara de dolor su mano vendada—, ¡en este momento me gustaría entender algo más de hierbas curativas!
—¿Te duele mucho?
—Bastante. Además, cuando me pongo de pie me mareo. ¡Y todo por ti! —dijo Anna sonriendo.
—¿Por mí?
—Sí, porque quería verte como fuera. Y por Rüdiger, naturalmente, también… ¡porque tenía que salir ya de su bache anímico! —Anna se mesó sus largas y enmarañadas greñas—. Estoy tan contenta de que vuelva a ir con seres humanos… —dijo—. ¡Seguro que Rüdiger y Viola están ahora como dos tortolitos!
—No —reconoció cortado Anton.
—¡¿Cómo?! —dijo perpleja Anna—. ¿Qué es lo que están haciendo entonces?
—Nada —dijo apocado—. Rüdiger se marchó cuando estábamos hablando del estreno.
—¿Qué estreno?
—Viola cree que Rüdiger es actor…, actor de cine.
Anna se tapó la boca con la mano izquierda, la que no tenía enferma, y se rió de tal forma que parecía una gallina.
—¿Rüdiger… actor de cine?
Anton asintió con la cabeza.
—Esta noche le ha llevado a Viola una foto dedicada y todo.
—¿Una foto dedicada? ¿Y de dónde la ha sacado?
—Supongo que no era más que un dibujo que le ha hecho Lumpi.
—¿Y Rüdiger se ha marchado así, por las buenas? —preguntó Anna después de una pausa.
—Sí.
—Ya volverá a aparecer —dijo Anna sin la más mínima preocupación.
—Yo pensaba que estaría aquí, en la cripta —dijo Anton. Y siguiendo una inspiración repentina añadió—: Es que quería invitarle… a nuestra fiesta de despedida de pasado mañana.
—¿Fiesta de despedida? —preguntó Anna mirándole con los ojos muy abiertos.
Anton carraspeó. Ni él mismo sabía muy bien por qué se le había ocurrido decir lo de la invitación… si ni siquiera era seguro todavía que la fiesta fuera a celebrarse.
Pero ahora ya no podía retroceder en lo de la invitación. Y en cierto modo, el señor Fliegenschneider ya había dado su consentimiento…
—Celebramos una fiesta porque será la última noche —contó fríamente Anton—. Con discos y eso.
Anna no dijo absolutamente nada.
—Y, naturalmente, tú también estás invitada —dijo Anton dándose cuenta justo a tiempo.
Los ojos de Anna ya tenían un brillo sospechoso…, como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro.
«¡No, eso no!», pensó Anton, y por eso añadió:
—No irás a dejar plantado a tu mejor amigo, ¿no?
—No —susurró conmovida Anna—. Pero no sé si para entonces ya podré volar otra vez.
—¡Seguro que sí! —dijo Anton. Con lo de volar se acordó de que Lumpi le estaba esperando fuera de la cripta… Y no sólo eso: ¡sin duda ninguna, se había pasado de los nueve minutos que Lumpi le había concedido a regañadientes!