—Primero podríamos practicar algo de deporte… —dijo Lumpi después de una pausa.
Anton se asustó. Y es que aquello sonaba como si hubiera hecho ya planes. ¡Y Anton no tenía ni la más mínima gana de hacer nada de nada con el imprevisible y pendenciero Lumpi!
—Podríamos irnos volando al parque municipal y echar una carrera alrededor de la piscina de niños —propuso Lumpi—. O podemos ir al cine. ¡A lo mejor echan alguna película de miedo!
—Hoy no me apetece ir al cine —repuso rápidamente Anton.
«¡Y miedo ya tengo bastante!», añadió para sus adentros.
—¡Bueno, pues entonces vamos a asustar a la gente! —dijo de buen humor Lumpi. Como Anton no reaccionaba, bufó—: ¡Eh! ¿Qué pasa? Supongo que tú también tendrás algunas cosas que proponer, ¿no?
—No sé…
—¿Qué es lo que no sabes? —gruñó Lumpi mirando acechante a Anton.
—No sé si no será mejor que fuera a ver a Anna —explicó Anton—. ¡Antes! —añadió rápidamente para no irritar a Lumpi.
—¿Antes? —preguntó desconfiado Lumpi.
—Sí, antes de nuestra excursión.
Anton se dijo que una vez que estuviera en la cripta ya vería la manera de hacer que Lumpi se olvidara de aquella excursión.
—¡¿Cómo dices?! —se indignó Lumpi—. ¿Yo, Lumpi el Fuerte, tengo que esperar a que Anton Bohnsack haya terminado de hacer manitas con mi hermana?
—¡No! —le contradijo Anton—. Sólo quiero hablar un momentito con ella.
Lumpi torció la boca.
—¿Un momentito? Bueno, está bien. Pero no más de cinco minutos. ¡Miraré el reloj de la torre de la iglesia!
—¿No te vienes a la cripta? —preguntó Anton.
Sintió cómo le entraban escalofríos con sólo pensar en el estrecho y lóbrego pozo.
Lumpi sacudió la cabeza.
—En la cripta no hay reloj, así que esperaré aquí arriba.
—¿No podrías venir? —le rogó Anton—. Lo digo por tus parientes.
—¿Qué tienen que ver ellos con esto?
—Quizá podrías ir tú delante y mirar si alguno de ellos está en la cripta.
—¿Que vaya delante y mire? —dijo Lumpi señalando a Anton con el dedo y riéndose burlón—. ¿No será que tienes… miedo?
—No, no —afirmó Anton—. Sólo que soy prevenido.
—Zoquete prevenido vale por dos —dijo con una risita Lumpi—. Pero puedes estar tranquilo: mis parientes han salido. Han ido a una reunión de la tercera edad.
—¿Todos? ¿Tus padres también?
—¡Claro, qué te has creído! ¡Con sus más de ciento setenta años ya son vampiros de la tercera edad desde hace mucho tiempo!
Anton carraspeó.
—¿Y si alguno de ellos regresa antes de tiempo?
—¿De una reunión de la tercera edad? ¡Jamás! —aseguró Lumpi—. Están de fiesta hasta que canta el gallo.
Anton miró angustiado hacia el abeto.
—Los cinco minutos… —empezó a decir—. ¿No podríamos ponernos de acuerdo en que sean diez minutos?
—¡¿Cómo?! ¿Tanto tiempo? —gruñó Lumpi—. ¿No habías dicho que sólo un momentito?
—Si, pero hasta que llegue abajo…
—Por mí que no sea —dijo magnánimo Lumpi—. Nueve minutos. ¡Pero ni un segundo más!
Anton asintió. ¡Nueve minutos debían bastarle! Lentamente, con el corazón palpitante, se movió hacia el abeto.
—¡Eh! ¿Por qué andas tan despacito? —le gritó Lumpi—. ¡Date toda la prisa que puedas o va a haber bronca!
—Si, sí —murmuro Anton.
Parecía que a cada paso que daba las piernas le iban pesando más.
Llegó por fin al agujero de la entrada. Con las manos temblorosas echó a un lado la piedra plana y cubierta de musgo. Le llego un olor a moho y a tierra húmeda en el que se mezclaba un aroma conocido: era el aroma de «Muftí Amor Eterno».
—¡Anna! —llamo Anton, que de repente ya no tenía nada de miedo. Aquel perfume que Anna había fabricado para ellos dos solos con rosas del cementerio… ¡tenía que ser realmente mágico!
Anton volvió a mirar hacia donde estaba Lumpi.
—¡Vamos, entra ya! —bufó Lumpi.
Entonces Anton, con las piernas por delante, se deslizó hacia el interior del pozo.