Estremecimientos de horror y nerviosismo

Después de comer, como ya había dejado de llover, tuvo lugar finalmente la anunciada marcha. Pero, por fortuna, ya era demasiado tarde para ir a las Montañas Peladas.

El señor Fliegenschneider se encaminó entonces a un caserío de las proximidades. Al parecer se trataba de un caserío muy especial, una auténtica «granja de libro de estampas», como dijo entusiasmado el señor Fliegenschneider, con muchos animales interesantes.

Al mencionar los «animales interesantes» Anton se volvió a acordar de pronto de la mano hinchada de Anna.

—Lo de las serpientes… —le preguntó de camino al señor Fliegenschneider—. ¿No habrá quizá en Fosavieja, a pesar de todo, serpientes venenosas?

El señor Fliegenschneider puso cara de fastidio.

—¡Vosotros y vuestras serpientes venenosas! —dijo en tono de reproche—. ¿Es que tiene que haber siempre cosas sensacionalistas, estremecimientos de horror y nerviosismo? ¡La culpa de todo eso la tiene la televisión!

—Pero sí que podría haber serpientes venenosas, ¿no? —siguió en sus trece Anton.

—Bueno, sí —tuvo que reconocer el señor Fliegenschneider a su pesar—. En lugares que todavía están prácticamente intactos. En realidad son las serpientes las que tienen que tener miedo a los seres humanos… y no al revés.

—Y en esos sitios en los que aún quedan serpientes venenosas…, ¿hay también hierbas raras? —siguió atreviéndose a preguntar Anton.

—Así es, exactamente —confirmó el señor Fliegenschneider—. ¿O acaso te creías que esas hierbas iban a crecer al borde de las carreteras?

En circunstancias normales a Anton le hubiera molestado el tono de sabelotodo del señor Fliegenschneider. Pero ahora estaba demasiado excitado como para eso. Si era verdad que las hierbas raras crecían donde aún había serpientes venenosas… ¡sus temores con respecto al mal de Anna no eran, ni mucho menos, a humo de pajas!

—¿Y qué clase de serpientes venenosas son? —indagó Anton, que tuvo que soportar que el señor Fliegenschneider le mirara un poco más malhumorado todavía.

—Víboras —contestó el señor Fliegenschneider, que además de matemáticas le daba también biología a la clase de Anton—. Dime, ¿no habías sacado tú un notable en biología?

Anton asintió.

«Había»… ¡Tal vez aquel «había» se convertiría en realidad demasiado pronto! ¡Lo que no hiciera él por Anna!

Pero aún creyó necesario realizar una última pregunta «tonta»:

—¿Y si a uno le pican es muy peligroso?

Notó cómo le temblaba la voz al preguntar.

—Sí, efectivamente —dijo el señor Fliegenschneider—. Lo único que se puede hacer entonces es chupar el veneno y escupirlo, vendar fuertemente el brazo o la pierna… e irse al médico más próximo lo antes posible.

Anton tuvo la misma sensación que si le estuviera poniendo un puño helado en la nuca.

«¡Pobre Anna!», pensó muy preocupado. No es que se fuera a morir, pero…, pero seguro que con la fiebre y los escalofríos que tendría necesitaría «guardar ataúd» y padecería terribles dolores.

—¿Eso es el caserío? —preguntó Ole interrumpiendo sus pensamientos.

Ante ellos había un edificio que con sus ventanas de material plástico de color blanco, su pesada puerta de aluminio, sus ladrilles de vidrio y su tejado de chapa rojo no tenía pinta, ni mucho menos, de «granja de libro de estampas»…, sino más bien la de una casa, especialmente fea, de las afueras de cualquier ciudad.

—Deben haber hecho reformas —murmuró el señor Fliegenschneider—. La última vez que estuve yo aquí tenía tejado de caña, ventanas escalonadas y una puerta artísticamente tallada.

—Ahora, en cambio, tienen una moto —observó Sebastian.

—¡Es terrible en lo que se ha convertido la bonita granja vieja! —exclamó el señor Fliegenschneider, que era completamente incapaz de tranquilizarse.

—Me imagino que animales interesantes tampoco habrá ya —opinó Ole.

Y tuvo razón al suponer aquello.

El campesino, que aún se acordaba incluso del señor Fliegenschneider —a pesar de que desde el último viaje de una clase a Fosavieja habían pasado ya cinco años—, se dedicaba ahora a criar cerdos y vacas lecheras; por las subvenciones estatales, según les informó con orgullo.

Cuando regresaron, el señor Fliegenschneider daba la impresión de estar verdaderamente deprimido.

—¡Sí, sí! —le dijo Anton a Ole—. Estremecimientos de horror y nerviosismo… ¡pero de otra clase!

—¿Tenemos que escribir también lo de la «granja de libro de estampas»? —preguntó más tarde Henning cuando ya estaban otra vez en la granja escolar sentados delante de sus diarios.

—No, no —repuso apresuradamente el señor Fliegenschneider—. Sólo tenéis que escribir sobre el museo. —Y con su habitual voz severa de profesor añadió—: ¡Con eso ya hay materia más que suficiente!