Precisamente al museo

Pero Anton no pudo hacerlo. La marcha a las Montañas Peladas con la que el señor Fliegenschneider les había amenazado se quedó en agua, en el sentido más literal de la frase, pues durante el desayuno ya estaba lloviendo.

Así que el señor Fliegenschneider tuvo que cambiar sus planes. Tras consultarlo con la señora Zauberhut y la señora Nusskuchen les anunció que se irían en autobús al pueblo de al lado y que, una vez allí, irían al museo.

De camino hacia la parada del autobús, Ole protestó:

—¡Tenía que ser precisamente al museo, donde no hay más que cosas viejas y polvorientas! ¡Con tener que estar de viaje con un profesor viejo y polvoriento ya tengo más que de sobra!

Anton dijo riéndose burlón:

—Quizá se queden allí con el señor Fliegenschneider.

—Sí, y le meterán en una vitrina —bromeó Sebastian—. Con un cartel alrededor del cuello: «Profesor, tal como eran hace cien años.»

Pero el museo, que estaba instalado en un antiguo palacio, contenía, en contra de lo esperado, algunas piezas bastante interesantes; por ejemplo, carruajes.

Anton se quedó bastante tiempo fascinado delante de un carruaje con altas ruedas negras, una puerta de madera negra y capota de cuero negro. No había ningún letrero que desvelase la procedencia o la antigüedad de aquel carruaje. Parecía ser antiquísimo. Con un ligero estremecimiento, Anton pensó quién habría viajado en él. El carruaje tenía un aspecto inquietante y que ni pintado para pasear en él por la noche.

Anton estaba seguro de que Anna quedaría entusiasmada… y los demás vampiros también.

Viola debido de pensar lo mismo, pues de repente Anton oyó su voz a su lado:

—Justo lo propio para la película de Rüdiger, ¿no te parece?

—Sss, sí.

—¿O ya tienen un carruaje?

—No… no sé —dijo Anton mirando precavido a su alrededor. Ole y los demás no debían enterarse de ninguna manera de que estaba charlando a escondidas con Viola. No porque luego hubiera habladurías sobre Viola y él…, eso a Anton le daba igual. No, él lo que temía era que los admiradores de Viola les espiaran entonces día y noche.

—¡No debemos dejar que nos vean juntos! —dijo él.

Pero a Viola no pareció importarle y siguió indagando:

—¿Qué quieres decir con que no sabes si tienen un carruaje? Rüdiger te tiene que haber contado si es una película de vampiros moderna la que están rodando… o una a la antigua con carruajes y cementerios ruinosos.

Parecía que a ella el supuesto rodaje de Rüdiger ya no se le iba de cabeza.

No es una película moderna, naturalmente que no —dijo Anton—. Pero…, eh…, ya tienen un carruaje. Tienen uno mucho más bonito aún que éste de aquí.

Volvió a mirar hacia la puerta.

—¿De veras? ¿Y Rüdiger también va montado en ese carruaje tan bonito? En el rodaje, me refiero…

—Sí —dijo Anton, que cada vez estaba más nervioso.

—¿Tú crees que podría verlo?

—¿Cómo?

—Podría visitar a Rüdiger durante el rodaje —dijo Viola con una risita—. ¡Y así montaría con él en el carruaje! ¿Crees tú que a él le apetecería?

Anton, que oyó pasos que se acercaban, dijo rápidamente:

—Eso tienes que preguntárselo al propio Rüdiger… esta noche.

En ese momento aparecieron por allí Ole y Henning.

Viola se fue corriendo hacia ambos.

—Mirad, mirad qué carruaje negro tan estrambótico —les dijo con voz cantarina—. ¡Seguro que es de la patria del Conde Drácula, de Transiberia!

Anton tuvo que reírse burlón. «¡En todo caso de Transilvania!», pensó, pero prefirió callárselo.

—¿Y qué tiene que ver Anton con eso? —preguntó Henning mirando indignado alternativamente a uno y a otro.

—Absolutamente nada —dijo Anton, y con marcada indiferencia abandonó la sala del carruaje.