Sin embargo, la noche no empezó precisamente muy bien: todos estaban sentados de mal humor en el comedor. Algunos seguían escribiendo sus diarios o hacían dibujos para mejorar sus notas. Otros jugaban a las cartas… ¡pero en voz baja!, tal y como les había exhortado el señor Fliegenschneider. Otros, por su parte, y para gran indignación del señor Fliegenschneider, estaban con la mirada perdida, pensando en las musarañas.
Dos chicas y dos chicos hacían ganchillo bajo la dirección de la señora Zauberhut; pero no hacían un sombrero mágico, sino un paño para agarrar los cacharros. En medio de aquel triste ambiente general Anton preguntó si podía leerles una historia.
El señor Fliegenschneider dudó.
—Pero tiene que ser una historia de la que podamos aprender algo —puso como condición.
—¡Oh, sí! De mi historia se puede aprender mucho, incluso —prometió Anton—. ¡Va de la lucha entre el bien y el mal!
—¿De veras? —dijo el señor Fliegenschneider, visiblemente satisfecho.
Las caras que pusieron sus compañeros, sin embargo, no fueron de tanta satisfacción. ¡Por lo que Anton había anunciado de modo tan altisonante se esperaban, seguro, algún «valioso» e «instructivo» texto del libro de lectura!
Anton se fue paseando complacido hasta su habitación y regresó con El vampiro de Ámsterdam, el libro que le había regalado la señora Virtuosa y que era de la Biblioteca Municipal del Valle de la Alegría. Lo abrió por una de sus historias favoritas: «El vampiro James Bradley», de Roger M. Thomas.
Sin desvelarles el título, comenzó a leer en voz alta.
Cuanto más leía Anton, con más interés le escuchaban los demás. Sí, el grupo de la señora Zauberhut casi hasta se olvidó del ganchillo. Sólo el señor Fliegenschneider ponía una cara cada vez más larga.
—¿Me puedes explicar, por favor, qué es lo que se aprende de esta historia? —preguntó sarcástico cuando Anton terminó.
—Que hasta en un viaje con la clase puede haber noches interesantes —dijo Viola con una risita y con la mirada dirigida hacia Anton.
Anton miró rápidamente hacia otro lado.
El señor Fliegenschneider gruñó algo incomprensible, y con una cara todavía más avinagrada de lo normal en él les ordenó que se fueran a sus dormitorios.
—Y al que haga ruido le dejo de pie toda la noche en el pasillo —les amenazó.
«¡Oh, no!», pensó Anton. ¿Cómo iba a poder salir entonces al patio?
Pero también en esa ocasión las palabras del señor Fliegenschneider parecieron surtir su efecto. ¿O se debió sólo al cansancio? El caso fue que poco después de las diez ya estaba todo en silencio.
Igual que la noche anterior, Anton saltó por la ventana… y se asustó al comprobar que en el edificio nuevo, en el que vivía el señor Greulich, había luz. La noche anterior Anton no había visto allí luz. Pero, bueno, también era cierto que el día anterior había salido una hora más tarde… «¿Y si el director de la granja está haciendo una última ronda antes de irse a dormir?, pensó Anton estremeciéndose de horror.
El señor Fliegenschneider no era ninguna amenaza para él: su habitación estaba al otro lado de la granja escolar. Y la señora Nusskuchen y la señora Zauberhut, por lo que Anton había averiguado, estaban alojadas en dos habitaciones de la buhardilla.
Miró hacia arriba, hacia las ventanas de la buhardilla. Estaban a oscuras. Pero de repente se abrió una ventana, y entonces oyó la voz de Viola:
—¿Anton?
—Sí —contestó él—. ¿Dónde estás?
Ella soltó una risita.
—Eso es para niñas pequeñas. ¡Espérame, que voy!
—Para niñas pequeñas… ¡Qué tierno! —dijo entonces una voz ronca detrás de Anton.
Se dio la vuelta y vio al pequeño vampiro.
—Rüdiger, ¿eres tú? —dijo sorprendido Anton.
—Sí —gruñó el pequeño vampiro—. ¡Y ya estoy bastante atacado de los nervios!
—¿Atacado de los nervios?
—¡Y de qué manera! ¿O acaso a ti te gustaría pasarte horas esperando en la linde del bosque?
«¿Horas?», pensó Anton. ¡Rüdiger ya volvía a exagerar enormemente, pues no hacía tanto, ni mucho menos, que se había hecho de noche!
En voz alta dijo:
—No, pero es que sólo puedo salir cuando todos se han dormido… Y tú deberías irte otra vez —añadió.
—¡¿Qué debo irme?! —gritó indignado el pequeño vampiro.
—Sí…, hasta que le haya hablado de ti a Viola.
—¡¿Qué?! ¡¿No le has dicho nada de mí?! —exclamó furioso el pequeño vampiro—. ¡Lo menos que podía esperar de ti como amigo era que le pintaras todos mis méritos de color de rosa!
—Sí, sí —dijo Anton—, pero es que me he pensado otra táctica.
—¿Otra táctica? ¿Qué significa eso?
—Es que Viola no te conoce en absoluto, ¿no es cierto? —preguntó Anton.
—Claro que no me conoce —bufó el vampiro. Y con una risita bobalicona añadió—: Desgraciadamente Viola y yo aún no nos conocemos.
—Y es bastante difícil que ella quiera encontrarse en la linde del bosque a las diez de la noche con alguien a quien no conoce, ¿no?
—Sí, es verdad —reconoció el pequeño vampiro.
—Sí, y precisamente por ese motivo he quedado yo con Viola —dijo Anton.
—Humm… —dijo pensativo el pequeño rascándose la barbilla—. ¿Y luego qué? Quiero decir: ¿cómo nos vamos a conocer por fin Viola y yo?
—La convenceré de que demos un paseo a la luz de la luna, y entonces nos encontramos por el camino contigo… ¡por pura casualidad, naturalmente! —declaró Anton—. Y entonces os presentaré. ¡Pero ahora, de verdad, deberías marcharte, Rüdiger! —le apremió.
—Está bien —dijo el pequeño vampiro—. ¡Y date prisa en convencerla!
Se alejó sin hacer ruido. Anton le siguió con la mirada hasta que Rüdiger desapareció entre los árboles.