A primera hora de la tarde el señor Fliegenschneider quiso ascender a las Montañas Peladas, que, supuestamente, sólo estaban a una hora de marcha a pie.
Pero Maja y Pedro, los delegados de la clase, pudieron convencer a la señora Zauberhut y a la señora Nusskuchen de que con una marcha ya tenían suficiente. Y las dos madres, a su vez, le hicieron desistir al señor Fliegenschneider de sus ambiciosos planes… por lo menos durante aquel día.
—Debe de querer entrar con nosotros en el libro Guinness de los Récords —opinó Tatjana.
—Nosotros no somos capaces de andar tantos kilómetros como para entrar —replicó Sebastian.
—No, no por los kilómetros —dijo Tatjana—. ¡Sino por los callos y las ampollas!
En lugar de caminar lo que hicieron fueron juegos.
Y después de la cena, que con el té de níspero silvestre y la papilla de avena que les pusieron no le gustó a nadie…, excepto al señor Fliegenschneider, que se comió tres platos llenos hasta el borde…, tuvieron «tiempo libre».
Pero allí, en la «Paz del Bosque», poco podían hacer con su tiempo libre.
—¿Le has preguntado realmente al señor Fliegenschneider lo de la discoteca? —le preguntó Ole a Henning.
—Sí, claro —contestó Henning.
—¿Y?
—Ha dicho que, si acaso, la última noche.
—¿La última noche? —repitió indignado Ole—. ¡Para entonces ya nos habremos muerto de aburrimiento!
Anton se rió burlonamente para sus adentros. Ya se encargaría él de divertirse… ¡junto con Anna! Aunque… primero tenía que conseguir salir de su habitación sin que se dieran cuenta y encontrarse fuera con Anna.
¿Sería verdad que iría aquella noche?
«En cualquier caso, sería bueno que todos se durmieran lo antes posible: ¡mis compañeros, el señor Fliegenschneider y las dos madres!», pensó Anton. Lo mejor era irse a la cama el primero y dar ejemplo…
Así fue como Anton ya estaba en la cama a las nueve y media.
A sus compañeros de habitación les dijo que era por el señor Fliegenschneider… y porque si por las noches había silencio, él estaría más dispuesto a lo de la discoteca y, sobre todo, lo aceptaría mucho antes.
Aquellas atractivas perspectivas hicieron que apagaran la luz a las diez menos cuarto y sólo hablaran entre ellos susurrando. Y con los susurros rápidamente les entró sueño y se quedaron dormidos…, todos excepto Anton.
Estaba debajo de su manta de lana esperando a que también se hiciera el silencio en las demás habitaciones. Pero no paraban de sonar puertas ni de ir gente riéndose al lavabo. Y el alboroto iba incluso en aumento. Cada vez se cerraban las puertas con más violencia, las risas y las voces eran cada vez más altas.
Finalmente apareció en escena el señor Fliegenschneider. Anton reconoció sus enérgicos pasos en el pasillo, y luego el señor Fliegenschneider empezó a echarles la bronca:
—¡Como no os calléis inmediatamente mañana andaremos treinta kilómetros! Y pasado mañana treinta y cinco. Y el jueves cuarenta. ¡Ya veremos si después de eso hay alguien que todavía abra la boca!
De repente todo se quedó en silencio…, en un silencio casi inquietante, según le pareció a Anton. Era evidente que la amenaza del señor Fliegenschneider había dado resultado. Bien es cierto que Anton oyó aún algunas risitas aisladas y que un par de veces alguien tosió por el pasillo, pero por lo demás todo estaba tranquilo. Y finalmente —Anton miró su reloj y vio que ya eran las once— debía de haberse dormido ya el último. ¡No, aún había uno despierto!: ¡Él!
Anton se levantó. Se puso su chándal y se fue hasta la puerta. La abrió con cuidado. Chirrió…, justo como él se temía, pero no ocurrió nada.
Anton atravesó de puntillas y sin hacer ruido el pasillo y llegó al comedor. Allí abrió una ventana y salió por ella. Le envolvió el aire fresco de la noche, y muy cerca de él cantó una lechuza.
¿O no había sido ningún grito de lechuza?
De repente a Anton le empezó a palpitar el corazón. ¿Es que podía estar seguro de que era Anna quien le estaba esperando allí? Al fin y al cabo, ella había dicho que sus padres y sus abuelos se habían vuelto mucho más desconfiados. ¿Y si uno de los vampiros adultos le había seguido?…
«¡Pero Anna se hubiera dado cuenta si la hubiera seguido alguien!», pensó Anton. «Y en ese caso no se le habría ocurrido venir volando a la granja escolar.»
Por tanto, sí tenía que haber sido una lechuza. Anton acechó con curiosidad hacia los grandes y viejos árboles que había delante de la granja.
Y efectivamente: entonces descubrió un gran pájaro negro que estaba acurrucado sobre una rama mirándole fijamente. «¡Qué lechuza tan enorme!», pensó.
Pero luego se dio cuenta de que no era ninguna lechuza, sino… ¡un vampiro!