CRISTINA se sienta en un banco, frente a la puerta de la residencia. Juega con el papel donde está apuntado el número de teléfono. No se ha atrevido a marcarlo en los últimos días, pero esa tarde todo es distinto. Ha perdido tantas cosas en pocas horas que una más carece de importancia.
El taxi 5735 llega media hora después. Cristina se acomoda en el asiento del acompañante del conductor y le pide al taxista que la lleve a una dirección en el centro de Ámsterdam.
Su padre no podrá pagar por lo que hizo, pero ese taxista no padece ninguna enfermedad que lo proteja. Madeleine Leick merecía que le hicieran justicia. Le ha prometido que no mencionará su nombre y cumplirá su palabra, porque no habrá investigación.
Cristina se inclina hacia delante para acariciarse una pantorrilla. Al hacerlo siente la mirada del taxista fija en sus pechos, como una ventosa.
Ocres y cenicientos, los edificios de Ámsterdam desfilan frente a su ventana, como un circo imaginario. Cristina recuerda la fiesta por su sexto cumpleaños. Sus padres, sus falsos padres, le habían regalado entonces su primera bicicleta. Evoca sus ojos enternecidos, aún más emocionados que los de Cristina al observar la ilusión que su regalo había producido en ella.
¿Era aquel hombre el mismo que había asesinado a dos personas? A Cristina le habría gustado desembarazarse de aquel secreto. Los secretos eran peor que el miedo y nos hacían más vulnerables.
¿Qué hace dentro de ese taxi? ¿Se ha vuelto loca? Su labor no era impartir justicia, sino facilitar la tarea de los tribunales. Debería avergonzarse de sí misma.
—Deténgase aquí, por favor —le pide al taxista.
—Todavía no hemos llegado.
—Da igual. Puede parar aquí.
—Este viaje corre de mi cuenta, preciosa.
—Le he dicho que detenga el coche.
El taxista saca una navaja del bolsillo y la acerca al costado de Cristina.
—Y yo te digo que te quedes callada. Si eres buena chica no te pasará nada.
Cristina tiene miedo, pero se siente repentinamente libre. Ya no se trata de vengar a Madeleine Leick ni de buscar un chivo expiatorio para los crímenes de su padre, sino de actuar en legítima defensa.
—Si para el taxi y me deja bajar, olvidaré lo sucedido.
El hombre suelta una carcajada. Después acerca su navaja un poco más al cuerpo de Cristina. Con un movimiento rápido, ella saca su pistola del bolsillo y encañona al taxista.
—No te pongas nerviosa…
—Detenga el coche.
El taxista pisa el acelerador, en vez del pedal del freno.
—Dispara, venga. Así moriremos juntos.
Cristina alarga su brazo izquierdo para ponerse el cinturón de seguridad. El taxista aprovecha ese momento para clavarle la navaja en un costado. La visión de Cristina se nubla, pero consigue disparar su arma.
El taxista da un volantazo y pierde el control del vehículo, que se empotra contra el escaparate de una floristería. Cristina iba a ser su último cliente.