CRISTINA toma el tren de regreso a Ámsterdam esa misma tarde. Se mueve como una autómata, como si su cuerpo estuviese adormecido. En su interior, sin embargo, fluye un magma de sentimientos y emociones.
Se siente doblemente huérfana, como si acabara de perder a toda su familia en un accidente. Algo parecido debía de sentir el personaje de Anna Schmidt en El tercer hombre, vestida con el pijama que llevaba bordadas las iniciales de Harry Lime. El problema es que la tristeza de Cristina no terminará con el final de la proyección.
¿Estaba su madre al tanto de todo? Era imposible que no lo supiese. Debían de llevar tiempo intentando tener un hijo, e hizo la vista gorda al ver aparecer a su marido con una niña de tres meses. Quizá su padre le dijo que había encontrado a Cristina en la chatarrería, dentro del maletero de un coche destinado al desguace.
Su madre tenía que conocer lo sucedido. Habrían tenido que fingir una adopción, presentar papeles, falsificar su partida de nacimiento. Quizá Rinus Niekamp les había ayudado a borrar las huellas y legitimar la adopción. ¿Había nacido Cristina el día que figuraba en su pasaporte o era unos meses mayor?
Holanda era un país civilizado. Aunque hubiese nacido en una comuna hippie, debía quedar constancia en algún lugar. ¿O no? Rebecca Biksteen conocía la existencia del bebé, pero pensaba que era un niño. Las parturientas darían luz en la comuna como en la edad media, en cuclillas y apoyadas sobre una improvisada comadrona. Ningún médico habría certificado su nacimiento, y los hippies no informarían a las autoridades civiles hasta que no fuese imprescindible hacerlo.
¿Por qué nadie de la comuna había informado a la policía de que Anne Bommel y Peter Biksteen tenían una hija? Quizá Rinus Niekamp los había intimidado o había comprado su silencio. Rinus Niekamp quería que abandonasen aquel lugar, y los asesinatos habían conseguido aquel objetivo.
La memoria de su padre empieza a desmoronarse, pero todavía guarda recuerdos de lo sucedido treinta años atrás: fue él quien le mencionó a Gerrit los nombres de Rinus Niekamp y Peter Biksteen. Tiene que acordarse.
De no ser por el alzheimer, Cristina nunca se habría enterado de aquel secreto. La vida había castigado a su padre con la muerte temprana de su mujer y con una enfermedad degenerativa. ¿Es suficiente penitencia para alguien que ha cometido dos asesinatos?
Aunque la verdad saliese a relucir, su padre nunca sería sometido a juicio. Su edad y su condición mental lo impedirían. ¿De qué le valdría a Peter Biksteen y Anne Bommel aquella justicia tardía? Ni siquiera la verdadera abuela de Cristina la necesitaba. Sacar a la luz aquellos hechos sólo causaría más dolor en los supervivientes.
Lo último que Cristina desea es que los medios de comunicación se apropien de la historia trágica de una niña nacida en una comuna hippie y que fue adoptada por el hombre que había asesinado a sus padres.
Al regresar a casa se mete debajo de la ducha. Permanece debajo del agua, con los ojos cerrados y la espalda apoyada en la pared de azulejos. Su padre nunca se había mostrado violento con ella: jamás le había pegado, y por lo que recordaba tampoco maltrató a su madre. ¿Cómo había podido aquel hombre, cariñoso y solícito, cometer dos asesinatos?
Cristina escarba en sus recuerdos, pero no encuentra ningún indicio de que su padre fuese un monstruo. Recuerda a un hombre duro, amable y afectuoso que, más con sus actos que con sus palabras, le había demostrado siempre su amor. ¿Qué le había llevado a cometer aquel crimen? ¿Un momento de enajenación? ¿El miedo a que Rinus Niekamp le robara a su mujer? ¿Una paternidad insatisfecha?
Cuando el agua caliente se acaba, Cristina sale de la ducha. Se pone un albornoz y, con el pelo todavía húmedo, se sienta en el sofá. Stitch se tumba en el suelo, delante de ella, para que le acaricie el lomo. Esta vez es ella la que necesita ser acariciada. Se siente sola, al borde de un precipicio. Le parece insoportable no tener alguien con quien compartir su vida, no disponer de una familia en un momento como ese.
El tío Marco se ha librado de un peso al contarle ese secreto. Se lo ha transmitido a Cristina, y ella no sabe qué hacer con él. Ya es demasiado tarde para reprocharle a su padre lo que había hecho.
¿Cuál sería su verdadero nombre, el que le habían dado sus padres al nacer? ¿Rebecca, igual que su abuela? Los sucesos tuvieron lugar en 1969, así que muchos de los miembros de la comuna de Bergen seguirán vivos. Quizá alguno aún se acuerde de sus padres y pueda explicarle cosas de ellos. ¿Para qué? Ya es bastante difícil soportar una identidad en la vida como para adquirir otra más. No tiene ganas de convertirse en una esquizofrénica.
Se levanta del sofá y va a su habitación. En la mesilla de noche hay un papel arrugado, en el que está escrito un número de teléfono que aún no se ha atrevido a marcar.
Cristina se viste una minifalda y una blusa sin sostén, guarda el papel y la pistola en el bolsillo de su chaqueta, y sale del apartamento. Quizá haya llegado el momento de hacer esa llamada.