CRISTINA avanza por el corredor del hospital Antonius de Sneek, buscando la habitación de su tío Marco. Su prima Danielle le ha llamado hace unas horas para informarle de que el anciano ha sufrido un ataque al corazón y ha pedido verla.
Después de treinta años sin existir para ella, Cristina no experimenta nada por ese hombre. Mentiría si dijera que siente lástima. Supone que desea hablarle de Peter Biksteen, y sólo por ese motivo ha hecho el recorrido de hora y media en tren desde Ámsterdam hasta Sneek.
Su prima Danielle la recibe de pie, junto a la cama de su padre. El anciano tiene un aspecto horrible, como si hubiese envejecido veinte años en unos días. Al ver a Cristina le pide a su hija que los deje a solas. Ella obedece, pero le pide a Cristina que no se entretenga demasiado: el médico ha recomendado reposo absoluto.
La voz del anciano es muy débil. Cristina tiene que inclinarse sobre su boca para entender lo que dice.
—Tenías razón. Voy a morirme antes que tu padre.
Cristina no se molesta en contradecirle. Ambos conocen el motivo de su visita, y no quiere desperdiciar los escasos minutos de los que dispone.
—Tu padre está muerto en vida —prosigue el anciano—, y creo que al hablar contigo no rompo la promesa que le hice.
El enfermo empieza a toser. Cristina le acerca un vaso de agua, temerosa de que su prima entre en la habitación y les interrumpa.
—Tu padre era empleado de Rinus Niekamp. Administraba algunos de sus negocios y hacía trabajos para él.
—¿Qué tipo de trabajos?
—Cualquier cosa que Niekamp le mandase, a fin de recibir un sueldo extra. Tu padre estaba obsesionado con el dinero; siempre gastaba más de lo que tenía.
—¿Tuvo mi padre algo que ver en la muerte de Peter Biksteen?
—Rinus Niekamp quería establecer una chatarrería en Bergen. Tenía los permisos en regla, pero en el lugar se había asentado una caravana de hippies. Niekamp intentó desalojarlos varias veces, pero no le hicieron caso. Así que decidió asustarlos.
—Y mi padre fue el encargado de hacerlo, ¿no?
—Al principio se negó, pero Niekamp le ofreció más dinero y le prometió que dejaría en paz a tu madre. Mathilde era muy bella; siempre tenía a un montón de hombres a su alrededor…
—Esa parte de la historia no me interesa —ataja Cristina—. ¿Qué le ordenó Rinus Niekamp que hiciera?
—Tenía que darle una paliza al jefe de la comuna, para que sus miembros se asustaran y abandonasen el lugar donde debía asentarse la chatarrería. Los hippies decían que vivían en libertad, pero tenían más jerarquías y reglas que los demás. Reglas diferentes, pero reglas al fin y al cabo. Había que ir a por el jefe.
—¿Y Peter Biksteen lo era?
—Todos le escuchaban.
—¿Por eso lo mató mi padre?
—Tenía que darle una paliza para que se asustara y devolverlo después a la comuna. Pero las cosas se salieron de madre. La mujer, o la novia, o lo que fuese de Peter Biksteen, vio cómo tu padre lo secuestraba, y tuvo que llevársela a ella también. Los dos hombres se enzarzaron en una pelea, y tu padre mató a Peter Biksteen de un golpe en la cabeza.
—¿Y Anne Bommel?
—La mató para encubrir el primer crimen. Después metió los cadáveres en el maletero del coche y lo dejó caer en un dique, confiando en que la resaca se lo llevase mar adentro. El automóvil fue encontrado días después. Aunque provenía del desguace de Rinus Niekamp tenía una matrícula falsa. La policía no pudo averiguar nada.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Tu padre no podía con los remordimientos y decidió contármelo, en mala hora. Por aquel entonces tú tenías siete años.
—¿Por qué no lo denunciaste a la policía?
—No podía denunciar a mi propio hermano.
—Había cometido dos asesinatos.
—Cuando me contó su historia, tu padre me hizo jurar que, mientras él viviese, no hablaría con nadie de su secreto. Ahora tiene alzheimer… el hombre que cometió esos asesinatos murió hace ya tiempo.
—¿Estás sugiriendo que no haga nada?
—¿Qué ganarías con denunciarle?
Cristina siente rabia, y al mismo tiempo una gran pena. Es como si su padre acabase de morir en ese instante.
—Hay otra cosa que debes saber —añade su tío.
¿Le queda algún detalle horrible por explicar? ¿Podría alguna cosa empeorar la imagen que Cristina tiene de su padre?
—Cuando mi hermano secuestró a Peter Biksteen y a su novia, ella llevaba en brazos a su hija de tres meses.
—¿Su hija? ¿No tenían un niño?
—Era una niña.
El malentendido era más que posible. Cuando Peter Biksteen llamó a su madre por teléfono, para informarle del nacimiento del bebé, Rebecca Biksteen ya tenía problemas de oído.
—La niña había nacido en la comuna —prosigue su tío— y aún no había sido inscrita ante ninguna autoridad civil.
Cristina intuye lo que el anciano va a añadir. Cierra los ojos, como si ese gesto pudiese borrar lo sucedido hace tres décadas.
—Esa niña, Cristina, eras tú.