MADELEINE LEICK vive en el cinturón sur de Ámsterdam, en un edificio de diez pisos cuya fachada ha sido pintada de rojo para disimular su tristeza. El ascensor está averiado, por lo que Cristina tiene que subir a pie las escaleras hasta el séptimo piso. Le abre la puerta una niña de diez años con síndrome de Down, y detrás de ella aparece Madeleine Leick. Lleva puesto un delantal, y el maquillaje no consigue ocultar la palidez de su rostro.
—¿A qué ha venido? —le pregunta a Cristina con frialdad.
—Necesito hablar con usted.
—Ya le dije todo lo que sabía. No tengo nada más que añadir.
—Es por otra investigación. Sólo necesitaré unos minutos de su tiempo.
Madeleine Leick le pide a su hija que vaya a jugar a su habitación. Guía a Cristina hacia el cuarto de estar y le invita a sentarse en una silla maltrecha, que parece comprada en un baratillo.
—Una mujer fue asesinada la misma noche en que le agredieron a usted —empieza Cristina—. Para identificar al asesino, me resultaría de gran ayuda saber a qué hora la apuñalaron.
Madeleine Leick coge una cajetilla de cigarrillos de la mesa, pero la devuelve a su sitio sin encender ninguno.
—Fue en Prinsengracht. Debían de ser las dos y media de la mañana.
Según la versión de Denise Engelsman, un cliente de Anita había presenciado el apuñalamiento de una mujer. Los registros de la policía indicaban que Madeleine Leick había sido la única mujer apuñalada aquella noche en Ámsterdam; por lo menos, la única de la que tenían constancia.
Aunque Najib aseguraba haberse acostado con Anita Roek, la autopsia demostraba que sólo había mantenido relaciones sexuales con Dirk Grijn. Era probable que el único cliente de Anita aquella noche hubiese sido Dirk, con el que había pasado varias horas. Si eso era cierto, había tenido que ser Dirk el cliente que presenció el apuñalamiento de Madeleine Leick, y quien le contó a Anita lo sucedido.
No obstante, había algo que no encajaba. Dirk Grijn aseguraba haber pasado toda la noche con Anita en el hotel Little Holland. ¿Cómo habría podido estar en el hotel y presenciar al mismo tiempo un apuñalamiento acontecido en Prinsengracht a las dos y media de la mañana?
—¿Está segura de la hora de la agresión? —pregunta Cristina.
—No me apuñalan todos los días. Fue hacia las dos y media.
—Sin embargo, ha olvidado quién lo hizo…
—Ya le dije que no vi a mi agresor. He respondido a sus preguntas. Ahora márchese, por favor.
—Si decide declarar, le ofreceremos protección.
—¿Protección? No me haga reír. La policía sólo protege los barrios de ricos. ¿Quién me va a proteger en un autobús cochambroso o en el portal de mi casa? ¿Y quién va a ocuparse de mi hija si me pasa algo?
—Si no lo atrapamos, ese hombre volverá a reincidir. Quizá su próxima víctima no tenga tanta suerte.
Madeleine Leick se frota las manos contra la falda, en un gesto de indecisión.
—La noche en que me apuñalaron me quedé a limpiar el bar. Perdí el último autobús, así que tuve que coger un taxi… El cabrón iba bebido y me tomó por una puta. Cuando me negué a hacer lo que quería, me clavó su navaja. Como no quería que muriese en su taxi me llevó al hospital y me dejó tirada frente a la puerta de urgencias.
—¿Recuerda el número de licencia del taxi?
—Sí, pero no voy a dárselo. No quiero que mi hija se quede huérfana.
—No quiero atemorizarla, pero es posible que el taxista curioseara en su cartera y sepa dónde vive. Podría volver para acabar la faena.
—No intente asustarme más. Ya lo estoy lo suficiente.
—No le estoy pidiendo que presente una denuncia; tan sólo que me dé el número de licencia del taxi. Así podremos evitar que apuñale a otra mujer.