NAJIB AYOUB está tumbado sobre su secretaria cuando suena el teléfono. Ninguno de sus socios le llamaría a la hora de la comida. ¡Que le den al teléfono! Tras algunos pequeños problemas hidráulicos, su maquinaria está funcionando bien en esa ocasión. Su secretaria le dirige unas palabras de ánimo en el peor momento. Najib da un último empujón, pero es incapaz de eyacular. Para que su secretaria piense que ha alcanzado el orgasmo emite un ruido ahogado, que recuerda al de un perro al que hubiesen pisado la cola.
—No importa —le dice ella, en un vano intento de aplacar su frustración—. He disfrutado lo mismo. ¡Qué tigre eres!
El libanés se levanta del sofá, sin mirar a su secretaria, y se sube los pantalones. A los cincuenta y tres años, cuando muchos hijos de puta están bajo tierra, él aún conserva un aspecto juvenil. No entiende qué le ha pasado en el último momento. Había tomado una pastilla de viagra para la ocasión. Debe de ser el estrés. Hasta hace poco era capaz de hacer el amor dos, y hasta tres veces seguidas.
Su secretaria sigue tumbada en el sofá, con las piernas abiertas. Quizá sus problemas hidráulicos tengan que ver con ella. Su cuerpo abundante ya no le excita como al principio. Se la endilgará a uno de sus socios: sabe escribir rápido en el ordenador y jode como una leona, pero tiene esa maldita manía de hablar en el peor momento, como si él necesitara ánimos para demostrar su virilidad. Lo que necesita es una vaca nueva, para despertar al toro en su interior.
Ayub se pasa una mano por el pelo. Su implante capilar continúa en el mismo sitio que hace treinta segundos. La operación se la hicieron en la misma clínica que al ilustre magnate italiano, con la garantía de que sus cabellos resistirán en su cráneo hasta el año 2100. Siempre que continúe vivo, claro.
El teléfono vuelve a sonar. Su secretaria continúa despatarrada en el sofá, así que Najib responde en su lugar.
—¿Quién es? —pregunta Najib, con agresividad. Aunque haya descolgado el teléfono debe demostrar que es el jefe. No quiere que su secretaria piense que, por acostarse con él, puede hacer lo que le dé la gana.
—Tengo algo que quizá le interese.
Es una voz de mujer. Najib hace un esfuerzo por identificarla, pero no lo consigue.
—¿Quién habla?
—Una amiga de Anita Roek. Me dio algo antes de morir, de color blanco. ¿Le interesa?
—¿Cuánto?
—Diez mil euros.
—Quizá me interese.
—Mañana, a las dos de la tarde, en el puente Lekkeresluis. Traiga el dinero.
—Espere. ¿Cómo haré para reconocerla?
—Yo lo reconoceré a usted.
La desconocida cuelga el teléfono. A pesar de sus gritos en el hotel Little Holland, la maldita puta tenía la droga. Mientras la golpeaba, Anita Roek había jurado y perjurado que no era así. Aquella mujer debía de ser amiga suya. Quizás Anita le había dado la droga para que la escondiese. Pero ¿cómo sabía quién era Najib?
Sus socios empezaban a impacientarse. Tenía que recuperar la droga lo antes posible, para limpiar su reputación. Diez mil euros es un precio irrisorio por medio kilo de cocaína. Sólo un idiota pediría tan poco dinero. O quizás alguien muy listo, sabedor de que Najib no se buscaría problemas con la policía por ahorrarse diez mil euros, pero que sería capaz de matar por cien mil.