DENISE lleva varios días encerrada en casa. Tiene miedo de salir a la calle y ha cancelado sus clases de aerobic en el gimnasio de forma indefinida. Debe regresar a la normalidad, pero le faltan las fuerzas para hacerlo. Desde la muerte de Anita apenas consigue dormir. La despierta el menor ruido, y sufre pesadillas en las que el teléfono suena sin cesar: cuando descuelga, el suelo se abre bajo sus pies y cae en un abismo.
Debería marcharse de viaje unos días. El problema es que no tiene dinero. Podría ir a Nijmegen: su madre siempre se quejaba de que no iba nunca a verla. No, no le apetece. Desde el segundo matrimonio de su madre, Denise no se siente a gusto en su casa. Su marido se ducha una vez al año, para ver el concurso de eurovisión, e insiste en llamar a Denise hijita. Ella no necesitaba un padrecito a los veinticinco años, y menos uno con los ojos saltones. Aunque tiene ganas de ver a su madre, no quiere pasarse las vacaciones limpiando ventanas. Para eso, mejor se queda en Ámsterdam.
En el armario del baño están alineados los cosméticos de Anita. Denise los mete en una bolsa de plástico y, sin contemplaciones, los tira a la basura. Los objetos, los muebles le recuerdan a su amiga. Tendrá que abandonar ese piso. No puede permitirse el alquiler ella sola, y no quiere compartirlo con nadie. Ni siquiera le gusta esa zona de Ámsterdam, demasiado gris y ruidosa. Si tuviera dinero se compraría un ático en Bergstraat y recibiría a los hombres que le apeteciese.
Tiene que salir a la calle. Si sigue en casa un día más acabará por volverse loca. Mientras se viste, decide ir a la peluquería para que le corten las puntas. Se maquilla con calma, como para una cita, aunque esta vez lo hace para gustarse a sí misma.
Al salir a la calle tiene la impresión de que todo el mundo la mira. En los últimos días ha comido demasiado y se siente gorda. Además, sus músculos están entumecidos. Le vendría bien hacer unos estiramientos, pero ni siquiera tiene ganas de pasear.
Es final de mes y la peluquería está casi vacía. Al verla entrar Serge interrumpe lo que está haciendo para saludarla. Lleva el pelo teñido de color naranja, con una cresta ligeramente punk. Habla por los codos, y aunque en la actualidad no tiene pareja, es un asiduo participante en el festival del Orgullo Gay de Ámsterdam.
El peluquero besa a Denise tres veces en las mejillas. Tras reprocharle su ausencia de varias semanas, la acomoda en uno de los sillones con una revista del corazón. Una de las chicas le trae un café. Cuando lo acaba, Serge la conduce ceremoniosamente hacia la sala de peinado.
—¿Cómo has tardado tanto en venir, bonita?
—He estado muy ocupada.
—Tienes el pelo hecho un desastre. Bueno, a ver qué podemos hacer. ¿Qué tal las cosas?
—Tirando.
—Te noto un poco triste.
—¿De veras?
—¿Hay algún desalmado que no te trata como es debido?
Serge la peina con un cepillo, mientras masajea su cuero cabelludo con la otra mano. Denise cierra los ojos, y por un segundo consigue olvidarse de la muerte de Anita.
—Yo sólo me enamoré una vez —continúa el peluquero—, y tuve el buen juicio de hacerlo de un gato. Mi siamés era más humano que muchas personas. Incluso dormía en mi cama.
—¿Lo sigues teniendo?
—No, bonita, se murió. ¡Qué mal lo pasé! A Kaiser no le gustaba meterse en la bañera, pero era muy juguetón y le gustaba que lo peinase con el secador. Una vez me llamaron por teléfono, y me dejé el secador en el borde de la bañera.
—¿Qué pasó?
—Pues que el pobre Kaiser se electrocutó. Si lo vieras, cómo olía a quemado. Casi arde la casa… No muevas la cabeza ahora… Tienes que cambiar de champú y tomar vitaminas. ¡Un pelo tan bonito como el tuyo echado a perder!
Al salir de la peluquería Denise se siente mareada. Quizás haya sido el café, o la conversación inagotable de Serge. Un hombre vestido de traje la empuja y se aleja sin disculparse. Sus modales le recuerdan a Dirk, y eso hace que le hierva la sangre. ¡Se había acostado con su mejor amiga! Peor aún, lo había hecho porque ella tenía la regla. Nunca se lo perdonará. Sea o no culpable del asesinato de Anita, ha decidido borrarlo de su vida. Para siempre.
El recuerdo de Dirk le ha quitado las ganas de seguir paseando. Se imagina la habitación en la que fue asesinada Anita y recuerda su cuerpo azulado en el depósito de cadáveres, dentro de un saco de plástico. Siente ganas de vomitar.
Cuando regresa a casa, lo único que le apetece es tumbarse en la cama. No puede hacerlo. Tiene que luchar contra la desidia si no quiere acabar con una depresión. Se pone un chándal y se sienta en la bicicleta estática para hacer algo de ejercicio.
Al empezar a pedalear repara en que el mango de plástico está suelto. Intenta ajustarlo, pero algo en su interior se lo impide. Mete el dedo meñique dentro del tubo metálico y arrastra, lentamente, un objeto hacia el exterior. Es una bolsa de plástico, llena de un polvo blanco.