UN MINI de color rojo, con el techo ajedrezado en blanco y negro, está aparcado frente a la consulta del doctor De Vries. Cristina llama al timbre de la vivienda. La señora de Vries se muestra sorprendida de que la inspectora quiera hablar con ella y no con su marido. Se disponía a salir de compras, aprovechando que los niños están en el colegio, pero atenderá gustosamente a la policía. Faltaría más.
La mujer conduce a Cristina al salón, un espacio presidido por una cornamenta de corzo clavada en la pared. La señora De Vries enciende un cigarrillo. Sin aspirar el humo, lo sostiene entre el pulgar y el índice de su mano derecha.
—Quisiera hacerle unas preguntas sobre Agnes Grijn, una paciente de su esposo que falleció hace unos días.
—Mi marido me habló de ella. ¿Tenía un niño pequeño, no?
—Así es.
—¿En qué puedo ayudarle yo?
—Señora de Vries, no se me da bien jugar al escondite, y creo que ninguna de las dos deseamos perder el tiempo. Por ello le haré una pregunta directa. ¿Qué hacía en la barcaza de Agnes Grijn la noche en que ella murió?
—¿Cómo dice?
—Un testigo la vio salir de la barcaza de Agnes Grijn y entrar en un Mini igual al suyo hacia las tres de la madrugada, la hora a la que murió Agnes Grijn.
La mujer apaga el cigarrillo lentamente en un cenicero, como si estuviera buscando la respuesta adecuada.
—Su testigo se confunde. No estaba en Prinsengracht esa noche.
—No recuerdo haber mencionado que Agnes Grijn residía en esa calle.
—Me lo dijo mi marido.
La señora De Vries no va a ser un hueso fácil de roer. Parece una de esas personas que necesitan reflexionar en una celda para entrar en razón. ¿Tiene motivos suficientes para detenerla?
A Cristina le viene a la mente la llamada que Agnes Grijn recibió desde el domicilio del doctor De Vries. El médico aseguraba que aquella noche tenía turno en el hospital. Si había acabado a las tres de la mañana, no podía encontrarse en su casa a las once, la hora en que tuvo lugar aquella llamada.
—Poseemos un registro de llamadas del móvil de Agnes Grijn —dice Cristina—, y nos consta que recibió una llamada desde este domicilio a las once de la noche, pocas horas antes de su muerte. Si su marido estaba en el hospital, otra persona tuvo que realizar la llamada.
La mujer enciende otro cigarrillo, sin acercarlo a la boca; quizá sólo desea ocultar el temblor de sus dedos.
—Señora De Vries, si no colabora tendré que llevarla a comisaría para proceder a un interrogatorio formal. Creo que le conviene explicarme por qué llamó a Agnes Grijn horas antes de su muerte.
—Para pedirle que dejase tranquilo a mi marido.
—¿Por qué fue a verla después a la barcaza?
—Quería asegurarme de que mi marido no estaba allí. Pero no tuve nada que ver con la muerte de Agnes Grijn.
—¿A qué hora llegó usted a Prinsengracht?
—Debían de ser las tres de la madrugada. Ella ya estaba muerta.
Cristina tiene de repente una intuición y decide probar su suerte.
—¿Por qué motivo llevaba usted una pistola?
—¿Qué pistola?
—No se moleste en negarlo. Aunque no dejó huellas dactilares, encontramos uno de sus cabellos dentro del cargador. Hemos podido identificarla a través de una prueba de ADN.
La señora De Vries parece alarmada. Aunque la afirmación de Cristina no es cierta, ella no puede saberlo. El farol parece haber surtido el efecto deseado.
—¿Por qué llevó la pistola? —repite su pregunta Cristina.
—Temía que Agnes Grijn se mostrara agresiva.
—¿Pretende hacerme creer que llevaba una pistola para defenderse?
—Sólo quería hablar con ella.
Lo que al principio había parecido un suicidio, el acto íntimo de una persona, amenazaba con convertirse en el camarote de los hermanos Marx. Por aquella barcaza habían pasado varios sospechosos habituales, junto a otros que empezaban a serlo.
—¿Cuánto tiempo permaneció en la gabarra?
—Muy poco. Al ver el cadáver me puse muy nerviosa y me marché… Incluso me olvidé la pistola.
—¿Por qué no llamó a la policía?
—¿Para que me cargaran el muerto? Agnes Grijn y mi marido mantenían una relación sentimental, y eso me convertía en sospechosa.
Cristina tiene la impresión de que la señora De Vries dice la verdad. Podría detenerla por posesión ilegal de armas, pero la pistola no había sido disparada, y era improbable que la mujer repitiese aquella confesión ante un juez. Si los tribunales tuviesen entre sus cometidos juzgar intenciones criminales, y no sólo sus consecuencias, las cárceles de Holanda estarían llenas.
—Me gustaría hacerle una última pregunta —añade Cristina—. No tiene por qué contestar, si no lo desea.
—¿Qué quiere saber?
—Si Agnes Grijn hubiese estado viva cuando la encontró, ¿habría apretado el gatillo?
La señora de Vries apaga su cigarrillo en el cenicero, con encarnizamiento.
—Por lo que veo, inspectora, no está usted casada.