Capítulo 37

STITCH intenta herir a Cristina con su indiferencia. Lleva un día sin sacarlo a pasear, y la misma Cristina reconoce que su enfado está justificado.

Mientras el perro se acuclilla junto a su árbol favorito, Cristina piensa en llamar a Gerrit. No, no es buena idea. Tras el desaire de esa mañana, es él quien debe hacerlo. Esas fricciones tenían que llegar, tarde o temprano. Las expectativas de ambos son demasiado diferentes.

Cristina nunca ha vivido con un hombre, y su relación más longeva se acabó a los once meses. Su novio y ella acabaron discutiendo por cualquier cosa: porque el trabajo policial no era adecuado para una mujer; porque Cristina rechazaba cualquier compromiso, o porque no hacían el amor en la bañera.

Sus experiencias de pareja han sido desastrosas. Aunque Cristina ha envejecido unos años y es menos exigente con el mundo, sigue aterrándole el compromiso. Gerrit es un hombre generoso, pero todos lo son al principio, cuando intentan ganarse un rincón en el nido. En cuanto lo consiguen, la seguridad y la rutina hacen aflorar su verdadero yo.

Gerrit trabaja en La Haya, tiene alergia a los perros y busca una relación estable, de las que horrorizan a Cristina. ¿Cómo van a construir algo juntos? De momento, el sexo funciona como lazo de unión entre ellos, pero algún día se terminará el papel higiénico en el baño y Cristina tendrá que pedirle a Gerrit que le alcance un rollo. ¿Sobrevivirán entonces los buenos deseos?

Cristina tampoco quiere envejecer sola. Le da miedo estar acompañada, pero la soledad es mucho peor. ¿Qué le queda ahora a su padre? Una memoria que hace aguas y una hija que apenas va a verlo. ¿Es una mala hija por no visitar a alguien que ni siquiera la reconoce? Verlo es una experiencia harto dolorosa, y no está dispuesta a repetirla a diario sólo para acallar su sentimiento de culpa.

Al final, Cristina se decide a marcar el número de Gerrit. La voz de él suena lejana, como la de un náufrago que avistase tierra entre las olas.

—¿Estás ocupado? —pregunta Cristina.

—Iba a prepararme la cena.

—Me gustaría enseñarte un sitio. ¿Por qué no vienes a Ámsterdam?

—No creo que sea buena idea. Es mejor que estemos sin vernos unos días, para reflexionar.

—¿Y no podemos empezar mañana el período de reflexión?

—Estoy muy cansado. Podrías venir tú a La Haya.

—No tengo coche.

—Pasan trenes con frecuencia. Iría a buscarte a la estación.

—Quería enseñarte un sitio al que no he llevado a ningún hombre, pero ya veo que no te interesa… En fin, no te preocupes; seguro que encuentro en cualquier bar a alguien con ganas de hacerme compañía.

—Está bien, manipuladora.

—Apúntate la dirección… Griftstraat 4, segundo piso. Está cerca de la avenida Kennedy.

—Espero que no se trate de una fiesta sorpresa. No estoy de humor.

—No te preocupes. Estaremos tú y yo solos.

—¿Llevo algo de comer?

—Yo me ocupo de todo.

Cristina vuelve a casa y vierte las croquetas de Stitch en su escudilla. Mete en una mochila tomates, arroz, varias latas de conservas y una botella de vino. Antes de salir, acaricia al perro en el entrecejo y pone un disco con la séptima sinfonía de Beethoven; su segundo movimiento es uno de los preferidos de Stitch.

La noche es fría como un puñal, pero el pedaleo le hace entrar en calor. Hace casi tres meses que no va al piso de su padre. Una vecina se encarga de recoger la correspondencia y de ventilarlo.

En sus escasos momentos de lucidez, su padre recuerda los años felices en Griftstraat. Para convencerlo de que se fuese a vivir a la residencia, Cristina le prometió que podría volver a su piso siempre que quisiera. Por eso no puede alquilarlo o venderlo.

Aquel apartamento es también un refugio para Cristina. Cada vez que va a comprobar que el techo no se ha derrumbado se encierra en su habitación, rodeada de sus muñecas infantiles. Gerrit es el primer hombre al que permitirá visitar su santuario.

Al llegar a Griftstraat, encadena la bicicleta a una reja y sube las escaleras. Hay otra vivienda en el edificio, pero dispone de un acceso separado. Cristina enciende la luz y recorre el apartamento. Comprueba, aliviada, que las ventanas tienen los cristales intactos y que no hay indicios de goteras.

Gerrit tardará aún media hora en llegar, así que tiene tiempo para preparar la cena. Desde los catorce años, su madre obligaba a Cristina a preparar tres comidas a la semana. Quizá por ello le horroriza cocinar, y se le da tan mal hacerlo. Esa noche, sin embargo, cocinará para Gerrit.

Deja la mochila sobre la mesa de la cocina, se ciñe un mandil amarillento y abre con precaución la llave del gas. A continuación pone el arroz a hervir en una olla. Después lo freirá con el contenido de las conservas para obtener un arroz cinco delicias. ¿Les llegará una sola botella de vino?

Pone los cubiertos sobre la mesa y deja todo preparado para cuando el arroz acabe de hervir. A continuación, da una vuelta por la casa para comprobar que todo está en orden. Su habitación sigue como siempre. Desde una estantería la observan sus dos Barbies y un oso de peluche al que, en un acto de rebeldía infantil, había bautizado con el nombre de Singapur.

Los muebles que la rodean están cargados de recuerdos. El polvo se ha asentado en los retratos que descansan sobre el aparador, y en los cuadros de motivos religiosos que cuelgan de las paredes.

A veces Cristina se pregunta qué rumbo habría seguido su vida de haber nacido en otra familia, en otro país. ¿Habría tomado la decisión de ser policía? ¿Hubiera sido más feliz?

Los recuerdos se le echan encima, como un tigre agazapado en la maleza. ¿Por qué habría discutido su padre con el tío Marco? Quizá por una heredad o por un insulto. Lo inusual era que su enfado hubiese durado treinta años. El alzheimer había hecho imposible una reconciliación.

Cristina oye unos golpes en la puerta y ve a Gerrit a través de la mirilla. Lleva una botella de vino en la mano y da saltos para ahuyentar el frío.

—Estoy llamando desde hace cinco minutos. ¿No me oías, o es parte de la sorpresa?

—El timbre debe de estar estropeado.

—¿A qué huele?

—¡Mierda, el arroz!

Cristina corre hacia la cocina, que se encuentra impregnada de humo. Al abrir la ventana para que se marche el olor a quemado, una ráfaga de aire glacial inunda el cuarto.

—¿Has venido en bicicleta con este frío? —le pregunta Gerrit.

—Cuando pedaleas no lo sientes. Deberías probarlo.

—Ya sabes que lo mío es el jogging.

—Quita, quita. Correr es de cobardes.

Gerrit cierra la ventana. Sigue oliendo a quemado, pero al menos el humo se ha disipado. Cristina empieza a raspar la olla de arroz con una cuchara.

—No mezcles la parte negra con el resto —sugiere Gerrit—. Si no, todo el arroz va a saber a chamusquina.

—Estás muy puesto en estas cosas.

—Me gusta cocinar. Es una de las muchas cosas que te pierdes por no vivir conmigo.

Cuando la cena está lista, se sientan a la mesa. Los vasos y los cubiertos evocan una época pasada, un tiempo en el que Cristina solía decir lo que pensaba y sentía, sin preocuparse de los naufragios ocasionados.

Su botella resulta ser un Beaujolais del año anterior, que hubiese debido ser consumido meses atrás. Para no ofender a Cristina, Gerrit llena los vasos sin decir nada y propone un brindis por ellos dos.

—¿Cuánto tiempo viviste en esta casa?

—Hasta los dieciocho años. Si quieres, después te enseño mis muñecas.

—Es la proposición más íntima que me has hecho.

—Será el arroz chamuscado, que me pone romántica.

Gerrit se apoya en la mesa de la cocina y le pregunta:

—¿Cómo llevas tus investigaciones?

—Van Sisk ha decidido que cerremos el caso de Agnes Grijn. Dice que se trata de un suicidio.

—Me temo que estoy de acuerdo. Bueno, ya leíste mi informe.

—No pudo ser un suicidio, Gerrit. Agnes Grijn tenía un hijo de diez años con problemas de socialización. ¿Qué madre se suicida en esas circunstancias?

—A mí no me lo preguntes. Viví dieciocho años con una mujer y nunca llegué a entenderla.

—Ya veo. Los hombres sois unas víctimas.

Gerrit muestra las palmas de las manos, en gesto conciliatorio.

—¿Y del caso Anita Roek? ¿Tienes alguna pista más?

—No demasiadas, aunque una podría ser importante. Vendía droga por encargo.

—Al final todos los crímenes se reducen a lo mismo —dice Gerrit—: amor o dinero, en sus diferentes formas y variaciones.

—Este asesinato no va a ser fácil de esclarecer. Varias personas podrían ser las autoras, y tendría suficientes pruebas para incriminar a cada una de ellas: la ceniza en el pelo, el semen, los hematomas. Y quizás aún no hayamos descubierto todos los indicios.

—Bueno, ya basta de hablar de trabajo —dice Gerrit—. ¿Tienes por ahí alguna foto de cuando eras niña?

—¿Para qué la quieres?

—Para hacerte vudú… ¿Para qué la voy a querer? Me gustaría saber cómo eras entonces.

Cristina deja los platos en el fregadero y va al salón. Regresa con un viejo álbum de fotos. Se sienta en las rodillas de Gerrit y empieza a pasar las páginas.

—Esta soy yo, durante mi bautizo. Al parecer no lloré nada… Aquí estoy montando en bicicleta… Éstos son mis padres, cuando eran jóvenes.

Cristina pasa las páginas con lentitud, acariciando las fotos con las yemas de los dedos. Hace muchos años que no tiene ese álbum entre las manos, y al tocarlo experimenta una extraña mezcla de tristeza y ternura.

En el centro del libro, en una solapa sin fotos, hay una libreta de ahorro. Pertenece a un banco distinto a la entidad donde su padre guardaba normalmente el dinero. Cristina abre la libreta y comprueba que está abierta a su nombre. Tiene un saldo de cien mil euros.

—¿Qué pasa? —le pregunta Gerrit.

—Acabo de descubrir que tengo una cuenta con cien mil euros.

—Es una sorpresa agradable, ¿no?

—Sí, claro.

—No pareces contenta. ¿Qué pasa?

—Con su sueldo, a mi padre casi no le llegaba para pagar la hipoteca. No sé cómo pudo ahorrar este dinero.

—Quizás lo heredó o compró acciones en un buen momento.

Los abuelos de Cristina no habían tenido posesiones de valor, y su padre era de los que guardaban el dinero debajo del colchón. Tenía que haber otra explicación.

—Una de las cualidades que más admiro en ti es tu capacidad para disfrutar de las cosas buenas que te pasan —ironiza Gerrit.

—Mi padre no pudo ahorrar ese dinero.

—Quizá le tocó la lotería o se encontró un maletín con billetes en el autobús. ¿A quién le importa?

—A mí —suspira Cristina—. A mí me importa.