Capítulo 36

DE regreso a la comisaría, Cristina recupera su bicicleta y se dispone a volver a casa. El intento de huida de su padre y el desplante de Gerrit han dejado su ánimo por los suelos. La conversación con Eddie, sin embargo, ha hecho que se sienta mejor.

En una jornada normal estaría agotada, pero ese día se siente con fuerzas para continuar. Da Costa Plein le queda de camino, así que decide hacerle una visita a Michael, el amigo de Anita Roek.

Mientras pedalea llama a Lisa. Ésta se ha marchado a casa, así que le deja un mensaje en el contestador, pidiéndole que encuentre las señas de los dos hombres que su padre mencionó en su conversación con Gerrit: Peter Biksteen y Rinus Niekamp.

Deja atrás Lauriergracht y desemboca en Da Costa Plein. En un extremo de la plaza, medio oculto tras una marquesina con cercos de humedad, está el coffee shop Tahiti. En las ventanas están escritas, en color rojo, las especialidades de la casa: Dutch Poison, White Widow, Blueberry, Bubblegum, Silver Haze, Super Skunk. Además de hierba también pueden comprarse semillas de plantas.

La legislación holandesa prohíbe el consumo de cocaína, LSD, morfina y heroína, pero permite la ingestión de cannabis en todas sus formas. Un coffee shop está autorizado a almacenar hasta quinientos gramos de marihuana, de la que puede vender un máximo de cinco gramos por cliente. Por lo general, los coffee shops no disponen de licencia para vender alcohol.

A diferencia del comisario Van Sisk, que tiene ideas algo reaccionarias, Cristina piensa que los coffee shops hacen más fácil la vida de las fuerzas del orden. La prohibición del cannabis no lograba acabar con su consumo: simplemente lo marginaba, aumentando los crímenes y actos violentos en las calles.

Cristina deja su bicicleta encadenada a una farola y sube los tres escalones que la separan de la puerta del coffee shop. Un hombre muy delgado, de aspecto enfermizo, le da la bienvenida desde la barra.

—¿Es usted el propietario?

—Para servirle. ¿Qué le ponemos?

—Nada. Quiero hablar con usted. Soy la inspectora Molen, de la brigada de homicidios de Ámsterdam.

La mirada del hombre se enfría. En vez de un cliente, acaba de ganarse un interrogatorio.

—¿De qué quiere hablar?

—Sobre Anita Roek.

Michael le pide a una camarera que atienda la barra e invita a Cristina a seguirlo hacia un cuarto reservado para el personal. Al entrar, les deslumbra una luz azulada. Cuando sus ojos se acostumbran a ella, Cristina observa que la habitación está llena de tiestos de marihuana, alineados sobre planchas de madera. Varias lámparas ultravioleta cuelgan de un hilo metálico suspendido del techo.

—¿Saben ya quién asesinó a Anita? —le pregunta el hombre—. Bueno, supongo que no… De ser así no estaría aquí. ¿Me equivoco?

—Estamos investigando diferentes pistas. ¿Recuerda cuándo vio a Anita Roek por última vez?

—La noche antes de su muerte. Vino a verme al café y estuvimos charlando un rato.

—¿A qué hora se despidieron?

—Antes de las nueve. Ella tenía una cita con un cliente.

—¿Sabe si consumía drogas?

—Marihuana y hachís, como todo el mundo.

—¿Y cocaína?

—No lo creo.

—¿De qué hablaron esa noche?

—Principalmente de ella. Quería dejar de prostituirse.

—¿Le creyó?

—Llevaba un par de años diciendo lo mismo. La animé, claro, pero imaginaba que tampoco esta vez sería capaz de hacerlo.

—¿Por qué no?

—Anita no había acabado sus estudios. Las alternativas a su alcance eran trabajar en un supermercado o como camarera. Ganaría mucho menos que prostituyéndose.

—¿Sabe si Anita Roek vendía drogas?

Michael se mete las manos en los bolsillos. Parece alarmado ante la posibilidad de convertirse en un informante de la policía.

—Mire, yo no quiero líos…

—Nadie sabrá que hemos hablado.

—Lo único que sé es que Anita veía frecuentemente a alguien de ese mundillo, aunque no sé si le pasaba droga o no.

—Dígame su nombre. De forma extraoficial.

—Najib.

—¿Najib qué más?

—Najib Ayoub. Posee un comercio de alfombras en Keizersgracht.