Capítulo 34

DE pie junto a la ventana, Cristina observa a los peatones que afrontan la lluvia torrencial. No repara en la presencia de Lisa hasta que ésta deposita una carpeta sobre su mesa.

—¿De qué se trata?

—De la denuncia por acoso que presentó Anita Roek. ¿No irás a decirme que ya no lo necesitas?

—No me imaginaba que la consiguieses tan pronto. Tengo que pedirle a Van Sisk que te suba el sueldo.

—Recuérdatelo a ti misma cuando ocupes su puesto.

—¿Le has echado un vistazo a la denuncia?

—De forma muy somera. El acosador era Martien Willems, un fotógrafo freelance especializado en pornografía. Él lo llamará fotografía artística, supongo. La historia de siempre: el pájaro engatusa a chicas que sueñan con ser actrices o modelos, asegurándoles que aparecerán en la portada de Playboy si se desnudan ante su cámara. Después revende las fotografías a páginas de Internet de mala muerte y gana varias veces lo que le pagó a las chicas. Viva el capitalismo.

—¿Está todo eso en el expediente?

—Una parte me la he imaginado yo, pero no debo de andar muy desencaminada. Por cierto, ¿tú crees que yo podría hacer de modelo, con este cuerpo serrano?

—No pierdes nada por intentarlo. No creo que tengas que pagar por hacerte las fotos.

—Pues vaya ánimos.

—¿Qué sabemos del fotógrafo?

—Hace unos años estuvo a punto de ser condenado por falsificar documentos mercantiles. Fue acusado de falsificar un contrato, pero no se consiguió probar su autoría y quedó en libertad.

—¿Por qué motivo acosaba a Anita Roek?

—Según la denuncia, había contratado sus servicios un par de noches y acabó obsesionándose con ella. Anita Roek quería marcar distancias, pero el fotógrafo no quería aceptarlo.

—Igual le recordaba a su trineo Rosebud.

—¿Qué?

—Nada, películas mías.

—¿Quieres oír buenas noticias?

—Siempre se agradecen.

—Acabo de recibir de las compañías telefónicas los listados de llamadas de Anita Roek y Agnes Grijn.

—¿Dónde están?

—He metido una copia en la carpeta, al principio.

—No sé qué haría sin ti.

—Te espabilarías, qué remedio. Y yo me diluiría bajo la lluvia del comisario Van Sisk.

—Muy poético. ¿Has podido echarle un vistazo a los registros de llamadas?

—Por encima, pero hay algunas cosas que me han llamado la atención. ¿Por cuál de las dos quieres empezar? ¿Agnes Grijn o Anita Roek?

—Agnes Grijn.

—En sus dos últimas llamadas ésta habló con Frank De Vries. La penúltima llamada la recibió del médico, desde su domicilio.

—¿A qué hora fue eso?

—Hacia las once de la noche. Fue una llamada corta, de diez segundos. Cinco minutos después fue Agnes Grijn quien llamó a Frank De Vries al móvil. En esa ocasión se pasaron hablando tres minutos. Si tenían un rollo, no debían de estar muy enamorados.

—¿Por qué lo dices? —le pregunta Cristina.

—Los enamorados suelen pasarse mucho rato hablando. Escuchan el silencio del otro y tonterías por el estilo.

—Eso hace verosímil la versión del doctor De Vries: le tiró los tejos a Agnes Grijn, pero ella no quería complicarse la vida. Es natural, con todos los problemas que tenía.

—No olvides que un buen polvo es la mejor válvula de escape contra las preocupaciones —dice Lisa—. ¿No te parece extraño que haya dos llamadas entre ellos, espaciadas por sólo cinco minutos? Además, Agnes Grijn llamó al doctor De Vries al móvil, cuando él lo había hecho desde su casa.

—Me parece normal —opina Cristina—. Si Agnes Grijn le hubiera llamado a su casa, se arriesgaba a que su mujer lo supiera. Los amantes furtivos siempre se llaman al móvil. ¿Qué hay de las llamadas de Anita Roek? ¿Algo que te llamara la atención?

—El número de Martien Willems aparece infinidad de veces.

—Lo cual confirma lo que ya sabemos a través de la denuncia.

—Sin embargo, desde que Anita Roek puso la denuncia no volvió a recibir llamadas suyas —afirma Lisa—. A no ser que lo hiciera desde otro teléfono.

—¿Y la llamada que se hizo al teléfono fijo de Anita Roek la mañana en que murió, la que contestó su compañera de piso, Denise Engelsman?

—Venía de un móvil de prepago. La operadora telefónica desconoce la identidad del propietario: dicen que la tarjeta se pagó en efectivo.

—Podríamos pedirle al juez que nos autorice la intervención del número.

—No creo que sirva de mucho —opina Lisa—. He llamado hace un rato, por probar, y el teléfono estaba desconectado. Dudo de que su propietario vuelva a encenderlo. Me temo que por ese lado no sacaremos nada.

—Quizás el móvil pertenezca a Martien Willems —conjetura Cristina—. ¿Qué hay de Dirk Grijn? ¿A qué hora llamó a Anita Roek para quedar en el hotel?

—Poco después de la medianoche.

—¿Hizo Anita Roek alguna llamada más antes de morir?

—Una. Precisamente al móvil de prepago desde el que, una hora más tarde, se realizaría la llamada a la que contestó Denise Engelsman.

—¿A qué hora hizo Anita Roek su última llamada?

—A las siete y dos minutos. Aproximadamente una hora antes de su muerte.

—¿Tienes la dirección de Martien Willems? —pregunta la inspectora Molen.

—Está en la carpeta.

—De verdad, no sé qué haría sin ti.

—Dios me lo pagará en la otra vida. Por cierto, ¿se dice comisaria o comisario?

—No necesitarás saberlo, porque a Van Sisk no lo sacan de su despacho ni con un AK-47.

Cristina se pone la chaqueta y sale a la calle. Piensa en tomar un taxi, pero finalmente decide ir en bicicleta, igual de rápida para distancias cortas.

Martien Willems vive en un edificio vetusto, combado sobre los puestos de Bloemenmarkt. Las flores que llegan al mercado ya no lo hacen en barco como antaño, sino en camiones, pero ese rincón de Ámsterdam sigue siendo uno de los favoritos de Cristina.

El portal está abierto, y en su interior flota un indefinido olor a orines y amoníaco. La vivienda del fotógrafo se encuentra en el segundo piso. Cristina enfila las escaleras, dejando atrás paredes decoradas con grafiti y pintadas menos artísticas.

En las escaleras no hay luz, y el olor es nauseabundo. Varias palomas, cuyas heces amenazan con pudrir el suelo de madera, revolotean junto a una ventana rota.

Cristina se imagina a Anita Roek subiendo esos mismos peldaños para ir a acostarse, o dejarse fotografiar, por Martien Willems. De la vivienda del fotógrafo emerge una música lúgubre, metalizada. Cristina llama al timbre, pero su sonido se pierde en el estruendo de la música, como un vaso de agua en el mar. Golpea la puerta con el puño, y ésta se abre con un chirrido.

Las paredes están empapeladas hasta el techo con fotos en blanco y negro. La mayoría retratan a mujeres en poses provocadoras, aunque también hay algunas fotografías de hombres.

La inspectora Molen llama a gritos a Martien Willems, identificándose como policía, pero nadie responde. Avanza por el pasillo empuñando su arma. Debería pedir refuerzos, pero eso le obligaría a salir a la escalera y podría delatarse. Ni siquiera lleva puesto un chaleco antibalas.

Le viene a la mente la escena del avión de Con la muerte en los talones: Cary Grant vestido con traje y corbata en medio del campo, buscando a un Kaplan que no existe; un avión fumigando las cosechas, cuando no se veía ninguna. Con un extraño paralelismo, la música suena en la vivienda de Martien Willems sin que nadie la escuche.

Al fondo del pasillo, Cristina distingue una pequeña habitación. A través de la ventana se ven los puestos de flores del mercado. La música emerge de un equipo estéreo apoyado en el suelo, cuya vibración hace temblar los muebles.

Empuña su pistola y avanza hacia la puerta situada frente a ella. Siente el crujir de la madera bajo sus pies. Pone la mano en el tirador y lo gira, lentamente. A través de la rendija descubre una habitación más grande que la anterior, que goza también de vistas a la plaza. En medio de paneles y reflectores hay una cámara apoyada en un trípode, y en su centro un camastro donde Willems y una mujer hacen el amor. El fotógrafo tiene un brazo escayolado y mira a Cristina con sorpresa.

—Soy la inspectora Molen, de la brigada de homicidios de Ámsterdam.

—¿No sabe llamar a la puerta?

—Lo hice, pero no contestó nadie.

La mujer recoge su ropa del suelo y va corriendo hacia el cuarto de baño. Willems se viste una túnica blanca, que le otorga un aspecto tragicómico de Gustav Klimt; a continuación, coge del suelo una cajetilla de cigarrillos y sigue a Cristina hacia la otra habitación. La inspectora desenchufa el cable de alimentación del equipo de música.

—¿Qué demonios hace en mi casa?

—Quisiera hacerle unas preguntas sobre Anita Roek. Fue asesinada hace unos días.

—No sé nada de eso ni me importa.

El fotógrafo enciende un cigarrillo. Tiene un cuerpo musculoso, y aunque no es guapo posee un aire atractivo. No todas las modelos que se acuestan con él deben de hacerlo por obligación.

—¿Cuándo vio a Anita Roek por última vez?

—Hace un par de meses. Le hice unas fotos y le pagué bien por ellas.

—Anita Roek le denunció por acoso…

—Para presionarme.

—¿Por qué iba a querer hacerlo?

—Quería que le devolviese sus fotos —explica el hombre.

—¿Accedió a su petición?

—Claro que no. Las fotos eran mías. Además, ya las había vendido.

—¿A quién?

—¿Qué importancia tiene a quién se las vendí? Era un intermediario, de ésos que compran fotos para revenderlas. No lo había visto nunca ni lo he vuelto a ver desde entonces. No tengo la menor idea de cómo se llama.

—Y según usted, Anita Roek lo denunció para que le devolviera sus fotos.

—Se puso como una furia cuando se enteró de que las había vendido.

—¿Discutieron?

—Ella sí. Yo no. Le dije que, la próxima vez, se lo pensara mejor antes de despatarrarse frente a una cámara.

—Tenemos constancia de que, en los últimos meses, llamó a Anita Roek infinidad de veces. ¿Cuál era el motivo de esas llamadas?

—¿Va a volverme con esa historia? La policía ya me tuvo en comisaría una noche por esa gilipollez. Me soltaron porque no había hecho nada.

—Ahora las cosas son distintas: Anita Roek ha sido asesinada. ¿Dónde estaba usted la noche del domingo al lunes?

Willems muestra su brazo escayolado.

—En el hospital. Me rompieron el brazo en una pelea. Por si quiere comprobarlo, ocurrió en la discoteca Aruba. Sus colegas de la policía me llevaron al hospital.

Cristina da una vuelta por el apartamento. Observa las fotos que empapelan las paredes del pasillo. Hay cuerpos de todas las edades, colores y fisionomías. Una de las fotos retrata a una mujer, tumbada de costado y con las manos apoyadas en la cadera. Es Anita Roek, y su cuerpo sensual recuerda poco al de la mujer que Cristina encontró en una habitación del hotel Little Holland.

—Veo que le interesa la fotografía —dice Willems—. Si desea un complemento a su sueldo de policía, no tiene más que decírmelo.