Capítulo 33

EL doctor De Vries tiene su consulta en Polanenstraat, en una villa de principios del siglo XX circundada por un seto de laureles. La última planta del edificio posee una grieta longitudinal y muestra nidos de pájaros entre las vigas.

Después del desplante de Gerrit, Cristina está de un humor de perros. Nunca en su vida se ha sentido tan humillada. Cuando Gerrit le llame, se va a enterar. Tendrá que ser él quien lo haga, porque ella no tiene intención de contactar con él.

La familia de Vries reside en la primera planta de la villa, mientras que la planta baja es utilizada como consultorio médico. Tras mostrar su identificación policial, una asistente conduce a Cristina a la sala de espera, atestada de pacientes.

Cinco minutos después, el doctor De Vries todavía no la ha recibido. La inspectora Molen atraviesa el corredor que conduce al despacho del médico y abre la puerta sin llamar. El doctor De Vries tiene un estetoscopio en la mano y ausculta a una mujer, que se cubre los pechos al ver a Cristina.

—¿Por qué no me dijo que Agnes Grijn era su amante? —le espeta.

Haciendo alarde de sangre fría, el doctor De Vries le pide a la mujer que se vista y conduce a Cristina a una sala anexa.

—¿Le parece apropiado hablar de esa forma ante mis pacientes? —le pregunta el médico, después de cerrar la puerta.

—¿Le parece apropiado mentirle a la policía?

—No le mentí. Agnes y yo no éramos amantes.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué quiere decir este mensaje?

Cristina le tiende una impresión del correo electrónico con las palabras Te quiero, Te quiero. El doctor de Vries se sienta en la camilla y mira a Cristina, resignado.

—Aunque se lo propuse, Agnes no quiso tener una aventura conmigo.

—¿No hay algo en su código deontológico que le impide liarse con una paciente?

—No me venga con monsergas. Hasta los policías se saltan algún semáforo en rojo de vez en cuando.

—¿Por qué se saltó usted el de Agnes Grijn?

—Cenamos juntos en una ocasión, pero después la llevé a su casa. Las otras veces sólo nos vimos en mi consulta, y nunca pasó nada.

—¿Por qué no me habló de ello cuando descubrió el cadáver?

—Nada de lo que le dije era mentira. Usted no me preguntó si tenía una relación personal con la víctima.

—Vaya, podría dedicarse usted a la abogacía.

—Como cualquier hombre casado, no quería que mi mujer se enterara. Usted no la conoce; es capaz de todo.

Cristina observa el instrumental médico en un pequeño armario de cristal.

—La noche que murió Agnes Grijn ésta acababa de discutir con su marido. ¿Le llamó a usted para aceptar sus proposiciones?

—Me llamó porque se encontraba mal y necesitaba a un médico. Por desgracia, llegué demasiado tarde.

Una conjetura empieza a tomar forma en la mente de Cristina: el doctor De Vries estaba despechado por el rechazo de Agnes Grijn y, al llegar a la barcaza, le había administrado fenobarbital; después la había colgado de una viga, de forma que pareciera un suicidio. Agnes Grijn pesaba menos de cincuenta kilos, y el médico era un hombre robusto.

—¿Mató usted a Agnes Grijn?

—Claro que no. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Su amor no era correspondido. Los desengaños amorosos son, junto al dinero, el móvil de la mayoría de asesinatos.

—Llegué a la barcaza después de que lo hiciese usted. Agnes llevaba varias horas muerta.

—Pudo ir a verla antes. Ella le esperaba: le hubiese abierto la puerta sin recelar nada.

—Si hubiese querido asesinarla, lo cual resulta absurdo, ¿no hubiera sido más fácil meterle en la boca unas cuantas pastillas más?

Es posible que el doctor De Vries diga la verdad. Había demasiados defectos en la teoría de Cristina. Para empezar, no explica por qué el doctor De Vries había regresado al lugar del crimen, horas después de cometer el asesinato. Además, la autopsia no ha descubierto señales de violencia en el cuerpo de Agnes Grijn, aunque quizás estuviera demasiado sedada para forcejear.