GERRIT se sienta a los pies de la cama. Sobre el edredón se desliza, con tibieza, el manto del sol. Está vestido y listo para marcharse, pero decide esperar a que Cristina se despierte.
Su pelo revuelto se extiende sobre la almohada, como una nube de filamentos. Cuando está dormida, su nariz parece más respingona y las arrugas en sus mejillas, más profundas. En vez de afearla, Gerrit piensa que esas rugosidades hacen que Cristina le pertenezca un poco.
De todas formas, no se hace demasiadas ilusiones. La noche anterior Cristina estaba debilitada por el encuentro con su padre. Es duro observar al baluarte de tu niñez convertido en un despojo. En los últimos días Gerrit ha evitado pisar ese círculo que Cristina no desea compartir con nadie. Confía en que acabe acostumbrándose a su presencia y le permita formar, lentamente, parte de su intimidad, de su rutina.
Cristina abre los ojos y descubre a Gerrit observándola. Instintivamente se cubre el cuerpo con la sábana; después, relaja su postura. Se desliza hacia Gerrit, sin ocultar su desnudez, y lo besa en los labios. En su mirada hay ternura, gratitud, afecto, pero no el amor que Gerrit siente por ella.
—Tengo que volver a La Haya.
—¿No vas a desayunar conmigo?
Cristina le besa el cuello. Un escalofrío recorre el cuerpo de Gerrit.
—No quiero abusar de tu hospitalidad.
—Ayer por la noche no pensabas lo mismo.
Cristina le mordisquea los labios; le frota la camisa con sus pechos.
—Si me lo pides de esa forma, igual me quedo un rato.
—Todavía puedo ser más amable.
Gerrit siente una oleada de placer, pero se obliga a recuperar el control. Su relación con Cristina se encuentra en una encrucijada. Si le permite utilizarlo a su antojo, nunca llegará a quererlo.
—Me temo que tengo que irme.
Cristina no tiene tiempo de replicar. Gerrit acaba de salir del apartamento, dejándola desnuda y con la boca abierta.