ES la primera vez que Cristina ve a Gerrit en pantalones vaqueros. Lleva bajo el cuello de la camisa un pañuelo de seda y, al igual que la noche anterior, huele demasiado a colonia. Cristina intuye detrás del perfume un suave aroma a pescadería.
—¿Quieres un café?
—Gracias, pero no dispongo de mucho tiempo. Tengo que volver a La Haya para acabar un par de autopsias. Si no te importa, vamos al grano.
—De acuerdo.
Aunque Cristina arde en deseos de sumergirse en la autopsia de Anita Roek, está desconcertada por las prisas de Gerrit. Éste suele aprovechar cualquier excusa para pasar más tiempo a su lado. ¿Estará enmendándose o es una táctica de despiste?
—La causa de la muerte fue una contusión en el cráneo —comienza Gerrit—, provocada por un objeto punzante.
—La mesilla de noche. Encontramos restos de sangre en ella. ¿Qué hay de los hematomas y del labio roto?
—No se produjeron al mismo tiempo que la contusión del cráneo. Esas heridas fueron hechas un par de horas antes del golpe que le provocó la muerte.
—¿Podrían ser dos agresores distintos?
—Es posible, aunque no puedo afirmarlo.
—¿La víctima había tomado drogas? ¿Cocaína?
—Según el análisis toxicológico, Anita Roek había consumido hachís unas horas antes de su muerte. He encontrado también restos de fenobarbital, un barbitúrico.
—¿El mismo presente en la sangre de Agnes Grijn?
—Exacto.
—¿A qué hora se produjo la muerte?
—Hacia las ocho de la mañana, con un pequeño margen de error.
Si la versión de Dirk Grijn era cierta y había abandonado el hotel a las siete de la mañana, el asesino era otra persona. El problema de Dirk era que nadie lo había visto entre las siete y las ocho de la mañana, y ningún testigo podía certificar su versión de los hechos.
—¿Cuántas veces mantuvo relaciones sexuales esa noche? —pregunta Cristina.
—Una vez.
Suponiendo que hubiese sido con Dirk Grijn, la hipótesis de que Anita Roek hubiese recibido a un último cliente entre las siete y las ocho de la mañana perdía verosimilitud.
—El ADN del hombre que mantuvo relaciones sexuales con la víctima coincide con el de Dirk Grijn —precisa Gerrit.
—¿No utilizaron preservativo?
—Encontramos restos de semen; o bien no utilizaron preservativo o éste se rompió durante la realización del acto sexual.
Cristina se levanta de la silla y se acerca a la ventana de su despacho, pintada de nubarrones grises.
—Hay una última cosa —dice Gerrit—. No sé hasta qué punto puede ser relevante para la investigación. En el pelo de la víctima había ceniza.
—¿Ceniza?
—No soy fumador, pero diría que de un habano.
Cristina recuerda su conversación con Jeroen Bakker. El recepcionista había visto a alguien fumando a la puerta del hotel. Aquel hombre misterioso encerraba posiblemente una clave para resolver el asesinato.
Debía tener en cuenta el principio de economía de Ockham y buscar una explicación sencilla. Dirk había llamado a Anita Roek para acostarse con ella, no para que le cantase nanas. ¿Por qué no se había protegido durante el acto sexual, arriesgándose al contagio de alguna enfermedad? Esa conducta no parece típica de su personalidad. Dirk transmite la impresión de que evalúa cuidadosamente los riesgos. O quizá el preservativo se había roto durante la realización del acto. Ese hecho hacía aún menos probable que Dirk deseara conducir a la policía al lugar del crimen.
Por otra parte, estaban la ceniza en el pelo de Anita y el tiempo transcurrido entre los hematomas y la herida mortal infligida en el cráneo. Todo apuntaba a otro hombre, alguien distinto de Dirk. Pero ¿quién?
El teléfono de Cristina empieza a sonar sobre la mesa. Es una voz de mujer. El rostro de la inspectora se torna muy pálido, como si acabara de recibir una mala noticia.
—Tengo que irme —le dice a Gerrit.
—¿Pasa algo?
—Mi padre. Se ha escapado de la residencia.
—No andará muy lejos.
—Seguro que no. El problema es que tiene alzheimer y podría pasarle cualquier cosa.
Cristina marca el número de Lisa. Le pide que informe a Van Sisk de que se ausentará el resto de la tarde. Aprovecha para solicitarle una copia de la denuncia por acoso presentada por Anita Roek unas semanas atrás.
—¿Quieres que te lleve en coche? —le pregunta Gerrit.
—No te molestes. Tomaré un taxi.
—Tengo el coche aparcado fuera. Llegarás antes.
—¿No tenías que volver a La Haya?
—No voy a dejar sola a una amiga en apuros.
Cristina acepta el ofrecimiento de Gerrit. Es médico, además de forense, y sabrá qué hacer para calmar a su padre cuando lo encuentren. Además, Cristina necesita compañía. Cada vez que ve a su padre se siente desvalida. Resulta doloroso observar a aquel gigante, que de niña le había parecido invencible, derrotado por el alzheimer. La enfermedad de su padre es un problema sin solución, que siempre consigue entristecerla y aumentar su pesimismo.
El padre de Cristina se encuentra en la pastelería a la que suele llevarlo a comer los oliebollen navideños. Al verlo solo, la dueña se disponía a llamar a la policía. Cristina le da las gracias a la mujer, toma a su padre del brazo y salen a la calle.
El cabriolé de Gerrit es demasiado pequeño para acomodarlos a los tres, así que Cristina camina por la acera, del brazo de su padre. La residencia está cerca, y les vendrá bien tomar un poco de aire. Gerrit se adelanta con el coche y previene a una cuidadora de la residencia, que sale a recoger al anciano y lo conduce de la mano por el sendero de gravilla, como si fuese un niño.
—Deberías quedarte un rato con él —opina Gerrit, siguiendo con la mirada al padre de Cristina—. Le ayudará a calmarse.
—Tienes razón.
—¿Quieres que me quede contigo?
—No sería mala idea. Si es necesario, podrías administrarle un calmante.
—Seguro que en la residencia tienen un médico.
—Siempre es mejor disponer de dos.
—Eres una maldita orgullosa. ¿Por qué no reconoces que tienes miedo y que no quieres quedarte sola? ¿Crees que te obligaré a devolverme el favor?
Cristina sella la boca de Gerrit con un dedo, para que no pueda atacarla con más verdades. No sabe si llegará a quererlo algún día, pero no le resultará difícil respetarlo.
—Me gustaría que te quedaras conmigo.
—Lo haré con mucho gusto.
Avanzan por un largo pasillo, en dirección a la habitación del anciano. La enfermera lo ha acomodado en una silla junto a la ventana y ha puesto en un vetusto tocadiscos un LP con la Moonlight Serenade de Glenn Miller, una de las piezas favoritas de su padre. Para Cristina esa música simboliza su infancia, una época en la que no fue feliz, pero que le provoca una gran nostalgia: no tanto por lo vivido, sino por lo que pudo ser y no fue.
Mientras Cristina se sienta al lado de su padre, Gerrit permanece junto a la puerta, esperando. El anciano observa el jardín con la mirada perdida. En la habitación hay dos crucifijos, uno colgado de la pared y otro sobre la mesilla de noche.
—¿Por qué nunca vienes a verme, Mathilde?
Ha vuelto a confundirla con su madre, fallecida a consecuencia de una embolia antes de que se manifestaran los primeros síntomas del alzheimer en su padre. Al principio Cristina lo sacaba de su error, explicándole que era su hija, pero ha acabado por desistir.
—No puedo venir tanto como desearía. La casa me da mucho trabajo.
—¿Cómo está Tina?
Aquél era el diminutivo que utilizaba su padre para llamar a Cristina cuando era niña. Ella tiene que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas.
—Tina te envía un beso muy fuerte.
—¿Crees que deberíamos contárselo?
Cristina mira a su padre, alarmada. Lo peor del alzheimer eran los secretos que salían a la luz como conejos de la chistera de un mago, cuando uno menos lo esperaba.
—Ya tiene edad para saberlo —insiste su padre.
Cristina no sabe a qué se refiere, pero intuye que debe atajar esa conversación. A pesar de sus cuarenta años, todavía siente una mezcla de miedo y admiración por su padre. Aunque la enfermedad lo haya convertido en un despojo, sigue siendo para ella aquel coloso de mirada dura, capaz de levantarla del suelo con dos dedos. Si ha llegado el tiempo de las confidencias, espera al menos conseguir una respuesta al enigma que le corroe desde hace décadas.
—¿Por qué discutiste con tu hermano Marco? —le pregunta—. ¿Por qué nunca volvimos a verlo?
—No quiero hablar sobre mi hermano —responde el anciano.
—¿No crees que ha pasado ya mucho tiempo? —insiste Cristina—. ¿Por qué no hablar de lo sucedido?
—Ahora entiendo por qué le has pedido a Marco que venga.
—No sé de qué hablas…
—Lo he visto junto a la puerta —el anciano señala con un dedo hacia Gerrit—. Dile que pase y déjanos a solas. Tengo algo importante que decirle.
Cristina camina hacia Gerrit y le explica la petición de su padre. Le pide que le siga la corriente durante unos minutos.
—¿Y cómo hago para despedirme?
—Mi tío hacía repartos con un camión. Dile que lo has dejado mal aparcado en la calle y que por eso tienes que marcharte.
Gerrit se acerca al anciano. Cristina los observa desde el pasillo, sin ocultar su ansiedad.
—Siéntate, Marco.
—¿Cómo estás? —le pregunta Gerrit.
—Mal, no hay más que verme. ¿Cómo es que no estás trabajando?
—Pasaba por aquí con el camión. Me he detenido para hacerte una visita. Sólo tengo un par de minutos.
—Mathilde llora mucho por las noches, Marco. No me perdona lo que hice.
—Yo diría que es feliz.
—¿Feliz? No sabes de qué hablas.
Gerrit tendrá que inventarse algo para contarle a Cristina. No querrá saber lo que su padre acaba de decirle. Conversar con un enfermo de alzheimer es como escuchar a alguien que delira. A veces se aprenden cosas que es mejor ignorar.
—Me tienen encerrado en este sitio, Marco.
—¿Para qué ibas a querer marcharte? Aquí tienes todo lo que necesitas.
—Quiero que me hagas un favor.
Gerrit lo mira con desasosiego. ¿En qué enredo se está metiendo?
—Dile a Rinus Niekamp que le transmití su recado a Peter Biksteen. Que deje a mi mujer en paz.
El padre de Cristina parece de repente ensimismado, como si estuviese de nuevo a solas con Glen Miller y su ventana. Aprovechando el momento, Gerrit sale de la habitación. Encuentra a Cristina al fondo del corredor, observando los castaños del jardín a través de un ventanal.
—¿Está tranquilo? —le pregunta Cristina.
—Creo que sí.
—Será mejor que no entre a verlo. Las despedidas suelen provocarle crisis de ansiedad. Ya volveré mañana.
Gerrit sigue a Cristina, que camina con rapidez por el pasillo, como si quisiera abandonar la residencia lo antes posible. Cuando entran en el coche empiezan a caer gruesos goterones de lluvia, que resbalan por el cristal.
—¿Qué tal te llevas con tus padres? —le pregunta Cristina a Gerrit, antes de que encienda el motor.
—Razonablemente bien. Viven en el sur de España, en un complejo para la tercera edad. No nos vemos demasiado.
—Qué suerte.
—¿Estás así porque tu padre intentó escaparse?
—¿Así cómo?
—Una residencia es la mejor solución para los enfermos de Alzheimer. No tienes por qué sentirte culpable.
—No me siento culpable —replica Cristina—. ¿De qué hablaste con mi padre?
—De nada en particular.
—Algo tuvo que decirte.
—Bueno, me pidió que le hiciera un favor.
—¿Un favor?
—Que fuese a hablar con alguien llamado Rinus Niekamp y le dijese que tu padre le transmitió su recado a un tal Peter Biksteen.
Gerrit omite en su explicación la segunda parte del mensaje: la petición de que Rinus Niekamp dejara en paz a la madre de Cristina. Tampoco dice nada sobre la supuesta infelicidad de aquélla.
—¿Puedes repetir los nombres?
—Peter Biksteen y Rinus Niekamp. ¿Te suenan?
—No.
—Los enfermos de alzheimer suelen confundir las cosas. Quizás oyó esos nombres en un programa de televisión. Podrías preguntarle a tu tío Marco. Igual los conoce.
Gerrit repara en que Cristina está llorando. Se inclina hacia ella y, sin preocuparse del freno de mano que se le clava en un costado, la abraza con fuerza.
—No me dejes sola esta noche, por favor.