CUANDO regresa a comisaría Lisa le sale al paso, como si llevase un rato esperándola. Su brazo inerte se balancea como un péndulo.
—Por fin te encuentro.
—¿Tienes una cita esta noche? —le pregunta Cristina, al reparar en el rostro maquillado de Lisa.
—Ha vuelto a verte tu admirador.
—¿Eddie? ¿Otra vez?
—Lleva una hora esperándote. Dice que no se marcha hasta que lo recibas.
—¿Dónde está?
—En tu despacho. Las conversaciones que se oyen en estos pasillos no son aptas para niños de diez años.
—Te sorprenderías de las cosas que sabe éste.
¿Cómo debe mostrarse ante Eddie? Quizá no sea buena idea hacerle notar su enfado. De todas formas, tiene que hacerle comprender que, atosigándola, no conseguirá nada. Debe de encontrarse aún en estado de conmoción por la muerte de su madre, y tampoco quiere amedrentarlo. Adoptará un tono cariñoso, aunque firme. Comprensivo, sin darle falsas esperanzas. Sobre todo, debe convencerlo de que no vuelva a la comisaría.
Al entrar en su despacho ve a Eddie sentado delante de su ordenador. La invasión de su esfera privada hace que todos sus buenos propósitos caigan por tierra.
—¿Qué demonios estás haciendo?
La cara de susto de Eddie la calma un poco. Quizás haya reaccionado de forma exagerada.
—Tengo una información importante.
Faltan pocos minutos para que llegue Gerrit. Cristina debe deshacerse de Eddie sin herirlo, pero de una manera lo suficientemente contundente para que no vuelva a verla.
—Eddie, sé que esta situación es muy difícil para ti, pero lo único que consigues es entorpecer la investigación. No quiero que vuelvas a la comisaría; este no es un lugar para un niño. Si hay algo nuevo, ya te llamaré.
—Dirk mató a mi madre.
—Ésa es una afirmación muy grave, Eddie. No puedes acusar a la gente sin pruebas.
—Estoy seguro de que fue él —insiste el niño—. He encontrado esto.
Eddie señala con el dedo hacia la pantalla del ordenador de Cristina. Ésta se queda de piedra. Eddie ha conseguido entrar en su ordenador: ha podido leer sus mensajes, obtener información confidencial sobre las investigaciones que tiene entre manos, consultar la base de datos de la policía.
—Eddie, quiero que te marches inmediatamente. Lo que has hecho está muy mal. No puedes meterte en el despacho de la gente y fisgonear en su ordenador.
Eddie recoge su mochila y se marcha. Cristina se asoma al pasillo y lo sigue con la mirada hasta que desaparece dentro del ascensor. Se ha pasado. Quince años en la policía, interrogando a criminales, y un mocoso de diez años conseguía hacerle perder los estribos. La madre de Eddie se había suicidado unos días atrás. ¿Cómo había podido tratar al niño de esa forma?
Cristina se deja caer en la silla. La pantalla de su ordenador parpadea, mostrando una cuenta de correo y un mensaje con las palabras «Te quiero. Te quiero». Había sido enviado por el doctor Frank de Vries a Agnes Grijn, pocas horas antes de su muerte.