Capítulo 24

CRISTINA llega tarde a la comisaría. Mientras se sirve una taza de café piensa en llamar a Gerrit, pero rechaza la idea por el riesgo que conlleva. Los hombres enamorados son como los enfermos desahuciados: se agarran a cualquier gesto e interpretan las palabras según lo que quieren oír en ellas. En ese momento, su relación con Gerrit es exactamente como ella desea, y no está dispuesta a avanzar sus peones. Aunque ello conlleve el riesgo de perderlo.

Garabatea en un papel las preguntas que quiere hacer a Dirk Grijn, encerrado en una celda desde la noche anterior. La mayoría de los detenidos se ablandan tras unas horas en prisión. Resulta más difícil conseguir una confesión de alguien sentado cómodamente en un sillón, con una copa de coñac en la mano.

—¿Qué tal tu cita con el doctor Bleeker? —le pregunta Lisa, desde el umbral de la puerta.

—No fue una cita.

—¿Ah, no? ¿Y qué fue?

—Una entrevista de trabajo con un forense del NFI.

—Claro. Y en Iraq había armas de destrucción masiva.

—¿Has venido para torturarme?

—Van Sisk desea hablar contigo.

—¿Qué quiere?

—Han encontrado la prueba de que Kennedy fue asesinado por orden de Fidel Castro.

—¡Lisa!

—¿Cómo quieres que lo sepa? Igual quiere ofrecerte su puesto de comisario. Aunque no tenía cara de buenos amigos: yo de ti me pondría un casco y el bañador.

Cuando está enfadado, Van Sisk tiene la costumbre de repartir saliva como un hisopo. En esos casos, es mejor situarse a varios metros de él.

—¿Sabes si ha leído el informe de la autopsia de Agnes Grijn? —le pregunta Cristina.

—Se lo pasé esta mañana, pero tengo la sospecha de que sólo se fija en las fotografías.

—Dile que voy ahora. Por cierto, ¿no sabrás en qué celda se encuentra Dirk Grijn?

—Lo habrán metido con una puta, para que no pierda la práctica.

—¿Por qué estás hoy tan cáustica?

—Será que llevo demasiado tiempo sin experimentar un orgasmo. Como la mayoría de las mujeres de este país, vamos.

Hace tiempo que Lisa no le habla de sus novios. Los hombres suelen durarle menos que un billete de diez euros a un ludópata, pero consigue encontrar sustitutos con gran facilidad. Al menos, eso asegura.

—Voy al matadero —dice la inspectora—, a ver qué quiere el comisario.

—Que la fuerza te acompañe.

De camino hacia el despacho del comisario, Cristina repara en que unos ojos siguen el andar de sus pantalones ajustados. Está a punto de volverse para colocar al mirón en su sitio, pero decide reservar sus fuerzas para el encuentro con su jefe: es posible que las necesite.

—Llevo una hora esperándote —brama Van Sisk al verla.

Cristina se sitúa a varios pasos del comisario, para escapar de su trayectoria. Cada vez que ve a Van Sisk le viene a la memoria la imagen del gángster Rocco, interpretado por Edward G. Robinson en Cayo Largo, sudando en una bañera frente a un ventilador, con un cigarro y una bebida en la mano, añorando mejores tiempos pasados.

El commissaris Van Sisk, como el gángster Rocco, podría haber dicho que, cuando hablaba, «todo el mundo cerraba el pico y escuchaba», o que «nadie era tan grande como Rocco». Esta última expresión resultaba más apropiada en el caso de Van Sisk, que con su físico de gigante levantaba bastante más del suelo que Edward G. Robinson, que no sobrepasaba el metro y sesenta y cinco. Aunque, bien mirado, dentro de una bañera todos los hombres parecían iguales.

El despacho de Van Sisk ofrece una panorámica de los tejados de Ámsterdam, y de las ventanas de un gimnasio que muestran a varias mujeres haciendo ejercicio. Si Van Sisk acepta ese cargo político, lo que más va a echar de menos serán las vistas.

—¿Por qué has llegado tan tarde? —insiste Van Sisk.

—Me robaron la bicicleta.

No es cierto, pero sí una excusa plausible. Los robos de bicicletas, alimentados por su posterior reventa en el Dam, son tan frecuentes en la ciudad como la apertura de nuevos coffee shops.

—¿Cómo llevas el caso de la prostituta?

—No tengo novedades. Mañana por la mañana dispondremos de los resultados de la autopsia, y sabré cómo encauzar la investigación.

—¿Has interrogado a Dirk Grijn?

—Iba a hacerlo cuando Lisa me avisó de que querías hablar conmigo.

—Asegúrate de que su abogado esté presente. No quiero que por un defecto de forma la acusación se vaya a la mierda.

—Así lo haré… Por cierto, vamos a necesitar un registro de llamadas de Anita Roek. El asesino pudo ser uno de sus últimos clientes.

—Dile a Lisa qué diligencias necesitas, y que envíe la solicitud al juez cagando leches. Y cuando dispongas de la orden judicial, métele presión a la compañía telefónica para que obedezca sin demora. Tenemos que resolver este caso antes de que la prensa sensacionalista se nos suba a la chepa.

—¿Puedo disponer de Lisa para avanzar más rápido?

—Como si no dispusieras de ella cuando te da la gana. Utiliza al Papa si quieres, a condición de que resuelvas el caso pronto.

—Haré lo que esté en mi mano.

—Por cierto, ¿ese Dirk Grijn tiene algún parentesco con la muerta de la barcaza?

—Estaban casados. Después de discutir con su mujer, Dirk Grijn pasó la noche en el hotel Little Holland con la prostituta que apareció asesinada.

—Menudo pájaro. Se lo contaré a mi mujer, para que deje de protestar cuando me olvido la fecha de nuestro aniversario. ¿Qué dice la autopsia de Agnes Grijn?

—Creo que has leído el informe.

—Prefiero que me lo resumas —dice Van Sisk, esparciendo un chorro de saliva.

—El forense se inclina por la hipótesis del suicidio.

—Pero tú no estás convencida.

—Me gustaría dejar el caso abierto unos días. Hay algo que no me encaja.

—¿Tiene que ver con el hecho de que Agnes Grijn fuese tu amiga?

—Era amiga de una amiga —corrige Cristina—. Y no, no tiene nada que ver.

—El informe del forense es claro. Si el comisario jefe se entera de que estamos investigando suicidios manifiestos me pondrá de patitas en la calle. Eres la mejor detective de la brigada de homicidios, y tenemos muchos casos atrasados. Es mejor que te dediques a uno de ellos.

—No es lógico que Agnes Grijn se suicidara.

—¿Desde cuando las mujeres se comportan de forma lógica?

—Tenía un hijo pequeño —explica Cristina, obviando su comentario machista—. No es normal que se quitara la vida.

—Normal o no, el forense piensa que lo hizo. ¿Por qué le pides a tu amigo Bleeker que haga la autopsia, si después no te fías de sus conclusiones?

¿Su amigo Bleeker? ¿Los rumores de su relación con Gerrit han llegado hasta Van Sisk? Cristina no guarda esperanzas de convencer a su jefe de que mantenga el caso de Agnes Grijn abierto, pero hace un último intento.

—Me gustaría dejar pasar unos días antes de archivar el caso; para asegurarme de que no omitimos ningún detalle importante.

—El caso se cierra hoy mismo.

—Pero…

—¡No hay pero que valga! —la lluvia de saliva está a punto de alcanzar a Cristina—. ¿Quieres que te ponga a patrullar las calles?

—A sus órdenes, mi comisario. ¿Alguna cosa más?

—Sí. Quiero que vayas esta tarde al hospital Onze Lieve.

Cristina respira hondo y cuenta hasta diez. Con Van Sisk es inútil protestar.

—Ayer admitieron a una paciente, una mujer que recibió una puñalada cerca de Prinsengracht. Quiero que le tomes declaración.

—Estoy muy ocupada con el asesinato de Anita Roek. ¿No puedes enviar a Boer o Rils?

—Ya lo he hecho, pero la tía no abrió la boca. Claro, con esos dos energúmenos delante. Quizá le resulte más fácil hablar con una mujer.

—¿Hay testigos del apuñalamiento?

—Nadie vio nada. La mujer llegó al hospital en taxi y no quiso presentar una denuncia. Intenta convencerla de que cambie de opinión. Su nombre es Madeleine Leick.

Cristina abandona el despacho de Van Sisk de mal humor, pero se cuida de mostrar su enfado ante el comisario. En el pasillo está a punto de saltar sobre el mirón de turno y abofetearlo.

—No has tardado mucho —observa Lisa, al verla regresar a su despacho—. ¿Qué quería el jefe?

—Que cierre el caso de Agnes Grijn. Y por si no tuviese suficiente trabajo, me ha pedido que vaya al hospital Onze Lieve a tomarle declaración a una mujer, como si fuese una agente recién salida de la academia.

—¿Por qué no envía a Boer? Esas cosas se le dan bien.

—Díselo a él.

—¿Crees que Agnes Grijn se suicidó?

—Lo que yo piense no importa. La autopsia no encontró señales de violencia en el cadáver, así que fue un suicidio. Carpetazo.

En el fondo, Cristina sabe que Van Sisk tiene razón. Los resultados de la autopsia son claros, y hay menos detectives en la brigada de homicidios que casos pendientes. Aunque las estadísticas indican que las mujeres con hijos pequeños no suelen suicidarse, lo único que tiene para respaldar la hipótesis de un asesinato es una corazonada. Y eso no es suficiente para el commissaris Van Sisk.

Cristina es policía desde hace quince años y sabe que a cualquier persona se le pueden cruzar los cables por una nimiedad. Madre o no, la enfermedad de su padre y el engaño de su marido eran motivos suficientes para que Agnes Grijn sufriera un cortocircuito.

—Por lo menos, Van Sisk me ha autorizado oficialmente a trabajar contigo en el caso de la prostituta.

—Pues ya me dirás qué necesitas.

—Para empezar, un registro de llamadas realizadas y recibidas por Anita Roek durante los últimos días. El asesino pudo ser uno de sus últimos clientes… Prepara la solicitud para el juzgado, y cuando la tengas contacta con la compañía telefónica para que nos dé la información lo antes posible. Si te ponen pegas, me lo dices.

—¿Algo más?

—Sí, pero de esto ni una palabra a Van Sisk. Necesito también un listado de llamadas del móvil de Agnes Grijn.

—¿No cerrábamos el caso?

—Quiero hacer una última comprobación. Cuando solicites la orden judicial, añades su nombre al de Anita Roek.

—Bueno, pero si Van Sisk se entera…

—No te preocupes —la tranquiliza Cristina—; tú sólo cumples órdenes mías.

—Vale. ¿Necesitas algo más?

—Por el momento, no.

—¡Ah, se me olvidaba! Tienes una visita.

—¿Una visita?

Lisa la mira con malicia, o quizá con sorna.

—Insiste en que sólo hablará con la inspectora Molen. Tu visitante parece tener una idea muy clara sobre la jerarquía policial.

—Dile que vuelva otro día. Ahora tengo que interrogar a Dirk Grijn.

—Tu visitante es su hijo.

—¿Eddie?

—Genio y figura.

—Lo que me faltaba… En fin, ¿puedes traerlo hasta mi despacho?

—Aún no te han nombrado comisario y ya estás dando órdenes. Vas a salir más mandona que Van Sisk.

Lisa va a buscar al niño, que espera pacientemente frente a la ventanilla de atención al público. Cristina lo recibe de pie, apoyada en la mesa de su despacho. Repara en que Eddie lleva un pantalón y un jersey cuyos colores desentonan entre sí.

—Siento mucho la muerte de tu madre, Eddie… ¿No deberías estar en el colegio a esta hora?

—Tengo vacaciones.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Me ha traído Tamara.

—¿Sabe que has venido a verme?

—Me está esperando frente a la biblioteca; cree que he ido a buscar un libro.

—No está bien mentir, Eddie. ¿A qué has venido?

—A decirle que mi madre no se suicidó.

Cristina no está preparada para esa conversación. Sus palabras podrían quedar grabadas en la memoria del niño el resto de su vida. Por otra parte, tampoco puede engañarle: tenía más derecho que nadie a conocer lo sucedido.

—Sé que es difícil de aceptar, Eddie, pero tu madre se quitó la vida. Lo siento de veras.

El niño no parece amilanarse. Saca un papel del bolsillo y se lo entrega a Cristina. Las líneas, firmadas por una amiga, mencionan que Dirk Grijn tenía una amante con residencia en De Boolelaan, 29. La misma dirección en que vivía Anita Roek.

—¿De dónde has sacado este papel?

—Estaba en la chaqueta de mi madre.

—Esto no cambia nada, Eddie. Le daría un motivo más para hacer lo que hizo.

—Ella no se suicidó —repite Eddie, con firmeza.

Cristina suspira. No es psicóloga, y consolar a los familiares no es tarea de la policía.

—¿Has hablado de esto con tu padre?

—Dirk no es mi padre. Y mi madre no se suicidó.

Cristina vuelve a leer el anónimo. De Boolelaan. ¿Se habrían visto Dirk Grijn y Anita Roek en otras ocasiones, antes de la noche en que aquélla fue asesinada? ¿Eran amantes?

El hecho de que Van Sisk le haya ordenado archivar el caso estimula el interés de Cristina. Resulta demasiado tentador desobedecer una orden de su jefe. El comisario nunca la enviará a patrullar las calles: no mientras sea la mejor detective de la brigada, la que resuelve los casos más difíciles.

—Te prometo que, si averiguo alguna cosa, te llamaré. Ahora vete. Tamara va a preocuparse.

Eddie le tiende a Cristina un papel arrugado.

—Es el número de móvil de mi playstation. Sólo mi madre lo conocía.