LA sábana se enrosca en el cuerpo de Cristina, dejando sus pechos al descubierto. Gerrit acaricia su perfil de estatua con los dedos, sin llegar a tocarla, como si temiera romper un sortilegio. Podría observarla durante días enteros, pero sabe que ese momento mágico sólo durará unos instantes.
Cuando se casó, veinte años atrás, pensaba que quería a su mujer. Al conocer a Cristina se dio cuenta de que no era así. Por su mujer sintió deseo, encaprichamiento. Su hijo los mantuvo unidos, hasta que su matrimonio se desmoronó como un espejismo.
Gerrit permanece inmóvil para no despertarla. Su cercanía le provoca una ola de energía en el cerebro, como una inyección de cafeína. Observarla le produce placer, pero también dolor. Se siente como un presidiario al recibir una carta de la mujer que ama. Siente miedo a perderla, a no ser correspondido, a que no le llegue toda la vida para quererla.
En ese momento Cristina abre los ojos, y Gerrit lee en ellos la sorpresa de verlo a su lado. Se tapa los pechos con la sábana. El espejismo acaba de desvanecerse.
—¿Has dormido bien? —dice Gerrit, mientras le acaricia el hombro con los nudillos.
—No estaba entre mis planes dormir contigo.
—Por eso traje el vino, para hacerte cambiar de opinión.
Cristina le lanza la almohada a la cara. Gerrit se revuelve y la abraza. Con ella entre sus brazos se siente el amo del mundo.
—Tengo que ducharme —dice Cristina—. No quiero llegar tarde al trabajo.
—Puedo acercarte en coche. Así podremos estar juntos unos minutos más.
—No quiero que me vean llegar contigo. Todo el mundo pensaría que hemos dormido juntos.
El espejismo se ha roto definitivamente, como un jarrón hecho añicos. La cara de Gerrit muestra una decepción tan profunda que Cristina se siente culpable, y al mismo tiempo muy sola. Recuerda una escena de la película Tiburón, que tanto la había impresionado a los ocho años. En esa escena un niño copiaba los gestos de su padre, y después lo besaba, a petición de él.
«Dame un beso porque lo necesito». Ojalá las cosas fuesen tan sencillas. Ahora Cristina necesita un beso, pero no quiere pedírselo a Gerrit. Sólo le interesan los besos espontáneos, los que se dan sin solicitarlos ni esperar reciprocidad.
Cristina se envuelve en la sábana y desaparece en dirección al baño. Mientras, Gerrit va a la cocina para preparar café. Stitch está tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada sobre sus patas delanteras. Gerrit no se lo ha dicho a Cristina, pero tiene alergia a los perros. Si no entra en contacto con ellos, sus reacciones se limitan a un par de estornudos. Afortunadamente, Stitch parece darse cuenta del recelo de Gerrit y se mantiene alejado.
Cristina sale de la ducha con una toalla enroscada en el cuerpo. Tiene el pelo aplastado y unas profundas ojeras, pero a Gerrit le parece más bella que nunca. Aunque quisiera decirle lo que piensa, se contiene. Los une un puente muy estrecho, con algunos tablones rotos, y es mejor no presionarla. Tendrá que ganársela lentamente, batalla tras batalla, para evitar que salga corriendo.
—Creía que los hombres divorciados sabían cuidar mejor de sí mismos —observa Cristina, al ver que Gerrit ha abierto todas las alacenas y no ha encontrado el café.
—¿Has conocido a muchos?
—Unos doscientos, pero sólo me acosté con la mitad.
—Me está bien empleado, por meterme donde no me llaman.
—¿Podrás hacer hoy la autopsia de Anita Roek?
—¿Cenamos juntos?
—No va a poder ser. Tengo que quedarme a trabajar hasta tarde.
Gerrit sabe que Cristina no quiere volver a dormir con él. Puede que quemase sus naves en una anterior relación, o quizá no esté segura de que sea el hombre adecuado.
—Te llamaré esta tarde, en cuanto tenga los resultados.
—Eres un cielo.
Gerrit intenta sonreír, pero se siente como un adolescente rechazado. Tal vez la intensidad de las emociones decrezca con los años, pero los sentimientos siguen siendo los mismos.