CUANDO regresa a casa, Stitch recibe a Cristina moviendo la cola. Son las seis y media, la hora a la que suele llevarlo a pasear. Esta vez, sin embargo, no tiene tiempo. Gerrit llegará a las siete y todavía tiene que arreglarse.
Al salir de la ducha, Cristina se viste unos pantalones vaqueros y un jersey sin sujetador. Se maquilla ligeramente, lo justo para conferirle a su rostro un aspecto juvenil, sin generar la impresión de que se ha acicalado para una cita.
Vierte las croquetas de Stitch en una escudilla y la deja en la terraza, para evitar que el perro derribe algún objeto mientras come, algo habitual cuando lleva varias horas encerrado en casa. Los días en que no tiene tiempo de sacarlo a pasear, Cristina le permite hacer sus necesidades en la terraza.
Stitch era un regalo de Yost, el novio que más le había durado a Cristina. Ambos buscaban una relación sin compromisos, pero acabaron por aburrirse juntos. A muchas parejas les sucedía lo mismo, tarde o temprano, pero eran más pacientes con los defectos ajenos o poseían el aglutinante de los hijos. Ellos sólo tenían a Stitch, y como Cristina era la única que lo cuidaba, el perro no hacía el menor caso de su novio.
Yost se pasaba los ratos libres construyendo puzzles de monumentos históricos, con unas gafas de hipermétrope pinzadas sobre la nariz. Había necesitado casi un año para acabar la plaza del Vaticano, y poco antes de que cortaran había emprendido la construcción de la torre Eiffel. Cuando no hacía puzzles, Yost transportaba a turistas en bateau-mouche. Aunque aseguraba que era capaz de orientarse en los canales de Ámsterdam con los ojos cerrados, Cristina tenía sus dudas: su novio era incapaz de encontrar el punto más delicado de la anatomía femenina. Ni siquiera con la luz encendida.
En su relación con Yost no había compromisos. Ambos podían hacer lo que quisieran, a condición de que el otro no se enterara. Sin embargo, tampoco así habían funcionado las cosas.
Para Cristina, la lealtad consiste en respetar unos principios compartidos con otra persona. Según su definición, la Gilda encarnada por Rita Hayworth podía ser infiel, pero no desleal.
En el caso de Gerrit, Cristina no tiene dudas sobre su lealtad, pero sus ambiciones son irreconciliables. Se divierten juntos y el sexo funciona bien entre ellos, pero su relación nunca llegará a cristalizar. A Cristina le basta un amigo con el que acostarse de vez en cuando, pero Gerrit quiere más. Los hombres enamorados, o aquéllos que creen estarlo, se vuelven posesivos tarde o temprano, y lo último que necesita Cristina es alguien que se crea legitimado para darle órdenes.
El único hombre al que Cristina había obedecido era su padre. Si hace buen tiempo, el sábado irá a verlo. Lo llevará a la iglesia, siguiendo el mismo recorrido de siempre.
La religión y Cristina nunca se han llevado bien. Sus padres la habían enviado a un colegio privado protestante, cuyo coste apenas podían permitirse. Aquella decisión supuso un vía crucis para Cristina, que se veía obligada a mostrarse agradecida por el esfuerzo de sus progenitores, a pesar de que odiaba el uniforme, se dormía en los servicios religiosos y, por sus orígenes humildes, se sentía inferior a aquellas compañeras que exhibían una ropa que ella sólo podía ver en los escaparates.
Lo único que había sacado en limpio de su esmerada educación era un complejo de inferioridad que arrastraba hasta el día presente y la percepción de que la sexualidad era algo sucio. Y también una pasión incontrolada por el cine, pues, en su puritanismo, su padre consideraba las películas como una diversión peligrosa y le había prohibido que fuese al cine con sus amigas. Con un fino instinto jesuítico, Cristina había respetado su contravención acudiendo al cine sola, sirviéndose de las monedas que distraía del dinero que le daba su madre para hacer la compra.
En cuestiones religiosas su padre rozaba el fanatismo. Su opinión sobre el cine era una muestra de ello. Y una vez había llegado a prohibirle que jugara con una niña que vivía en la acera de enfrente. Sólo porque era judía.
Gerrit llegará en unos minutos. Cristina no tiene ganas de ir a un restaurante. Preferiría encargar algo para comer y quedarse en casa, pero esa alternativa podría ser malinterpretada por Gerrit y darle alas.
¿Por qué los sentimientos tenían que estropear todas las relaciones? A la larga, era imposible ser amiga de un hombre sin verse enfrentada al todo o nada. Lo que daría ella por ser Deborah Kerr en la playa hawaiana de De aquí a la eternidad. Desgraciadamente, los romances de película sólo existen en el celuloide. En la vida real la sensualidad se acaba pronto. Unos años después, del amor sobrevivían sólo las facturas y los recuerdos.
Gerrit le llama por teléfono para informarle de que la está esperando frente al portal. Es sorprendente cómo todo el mundo se ha acostumbrado a los teléfonos móviles, hasta el punto de que casi nadie utiliza los interfonos de los portales.
Gerrit la espera en la calle, junto a la puerta acristalada. Viste un pantalón de pana beige, una camisa azul y una chaqueta de botones dorados. Huele demasiado a colonia. Cristina se lo imagina con una bata cubierta de sangre y vísceras. El exceso de perfume demuestra el miedo de Gerrit a que descubra en él otros olores.
—Cada día estás más guapa —dice el doctor Bleeker.
Lo que está es más gorda, piensa Cristina, aunque esos kilos adicionales la hagan más atractiva para aquellos hombres que, ignorando su condición de inspectora, se vuelven en la calle para mirarla.
—El favor te lo he pedido yo —replica Cristina—. No tienes por qué adularme.
—No lo estaba haciendo.
Gerrit es demasiado ingenuo. A una mujer como ella no se la conquista con un cortejo anticuado. Su interés es demasiado obvio. Si quería que lo tomara en serio tenía que esforzarse en ocultar sus intenciones e instigarle inseguridad. Gerrit tiene buena planta, pero no entiende nada de mujeres. Quizá le falte práctica: desde que su esposa lo abandonó ha debido de tener un par de citas. Es el problema de todos los divorciados. Cuando regresan al mercado sentimental, han pasado varias décadas desde la última vez que se llevaron a alguien al huerto. La seducción, como cualquier otro deporte, requiere práctica.
—¿Quieres tomar una copa antes de cenar? —pregunta Gerrit.
—Prefiero ir directamente al restaurante. Me gustaría hablar de la autopsia lo antes posible.
—Como quieras.
Otra vez aquella maldita docilidad. Cristina está tentada de decirle lo que piensa, pero decide callarse. Ha quedado con él para hablar de una autopsia, no para actuar de consejera sentimental.
—¿Qué llevas en esa bolsa? —le pregunta Cristina.
—El brazo de un cadáver sin identificar, a ver si los del restaurante saben a quién pertenece… Es una botella de Château Dassault Saint-Emilion.
—¿Pretendes abrirla en el restaurante?
—A no ser que me invites a subir a tu casa…
—No te dejarán abrirla en el restaurante. El vino es en lo que más ganan.
—Si no están de acuerdo, podemos ir a otro sitio.
—Tiene que ser un lugar donde estemos tranquilos. No quiero airear nuestra conversación en público. Después hay filtraciones y los periodistas empiezan a hablar de cosas que ni siquiera comprenden.
El restaurante indonesio en el que cenaron la última vez acaba de abrir sus puertas. Son los primeros clientes de la noche, y el restaurador los acomoda en una mesa junto a la ventana. No parece importarle que Gerrit haya llevado su propio vino. Por lo menos, no plantea ninguna objeción al respecto.
Gerrit extrae un sacacorchos del bolsillo de su chaqueta y abre la botella. Tendrá que dejar respirar el vino unos minutos, para que adquiera plenitud. Un decantador le vendría de perlas, pero no quiere abusar.
Aunque pretenda lo contrario delante de Cristina, no es ningún experto en vinos. La botella, por la que pagó treinta euros en una vinoteca cerca de su casa, venía avalada por Parker. Aquella tarde había buscado en Internet referencias sobre ese vino, para impresionar a Cristina durante la cena.
Hasta su divorcio, Gerrit sólo bebía cerveza. A raíz de su separación se obligó a modificar algunas costumbres, como un ejército que reconstruye sus filas tras la retirada. También había renunciado a algunos amigos, en particular a aquéllos que conoció junto a su mujer.
Acostumbrarse a la soledad había sido lo más duro. El dolor, la soledad, la muerte y hablar en público eran para Gerrit los cuatro jinetes del Apocalipsis. De ellos, la soledad era el que siempre le había dado más miedo, pero al sumergirse en ella descubrió que tenía ventajas: nunca ha estado tan cerca como ahora de su hijo de dieciocho años. Cuando vivían bajo el mismo techo se sentía obligado a imponerle disciplina, a comportarse de una forma en la que no creía. Ahora ve a su hijo dos veces al mes, se toman una botella de vino y ríen como buenos camaradas. A su exmujer eso le hace hervir la sangre, claro. Por eso lo hace. Lo acusa de dejarla sola en la tarea de educar a su hijo, de consentirle todo. Dice que lo utiliza para vengarse de ella, lo cual es en parte cierto.
Poco a poco, Gerrit ha rehecho su vida. Con el dinero que le correspondía del patrimonio familiar se ha permitido incluso un capricho: ha reemplazado su viejo volvo por un Mercedes 250SL descapotable, nacido en 1967, el mismo año que él.
A pesar de su nombre, que significa «el que manda con la lanza», Gerrit es una persona inofensiva. Si su esposa no se hubiese liado con un compañero de trabajo aún seguirían casados. Su exmujer podrá acusarlo de poner los pies en el sofá, de no ayudarle a llevar las bolsas de la compra o de dejar las puertas de los armarios abiertas, pero no podrá reprocharle haber violado su promesa matrimonial.
—Me tienes en ascuas —dice Cristina—. ¿Qué conclusiones has sacado de la autopsia de Agnes Grijn?
Gerrit carraspea, para escapar de su ensimismamiento.
—Claro. La autopsia.
—Para eso habíamos quedado, ¿no?
Cristina lo observa. Gerrit no se parece a Brad Pitt. Quizás un poco a Errol Flyn, aquel descendiente indómito de los amotinados del Bounty que en la película Las aventuras de Don Juan le parecía el hombre más guapo del mundo.
—Para eso quedamos, tienes razón —asiente Gerrit.
—A ver. ¿Fue o no un suicidio?
—Siempre me obligas a empezar la historia por el final… Sí, me inclino por la hipótesis de un suicidio. En el cuerpo no había señales de violencia.
—¿Y el análisis toxicológico?
—Revela altas dosis de fenobarbital, un sedante, así como residuos de citalopram, un antidepresivo. Son medicamentos que sólo se obtienen con receta médica.
—¿Han podido causar la muerte?
—La dosis no era lo suficientemente alta. El motivo de la muerte ha sido sin duda la asfixia.
—¿Cuál es el efecto de una sobredosis de fenobarbital?
—Una ralentización de las funciones corporales: conciencia alterada, bradicardia, hipotermia e hipotensión. También puede provocar edema pulmonar, fallo renal agudo, coma y, en casos extremos, la muerte. Pero la dosis que tenía Agnes Grijn en la sangre no era suficiente para llevarla hasta ese punto.
—¿Ni siquiera para una persona anoréxica? Debía de pesar menos de cincuenta kilos.
—Incluso con su peso, la dosis no era lo suficientemente alta para causar la muerte.
—Entonces, ¿estás convencido de que fue un suicidio?
—Nunca se puede estar seguro, pero la ausencia de violencia me lleva a pensar en esa posibilidad. Además, algunos pacientes tratados con citalopram, aquellos genéticamente predispuestos a ello, pueden desarrollar pulsiones suicidas. Quizá fuese el caso de Agnes Grijn.
—¿Quieres decir que los médicos recetan a pacientes depresivos un medicamento que puede empujarlos al suicidio?
—El citalopram puede empeorar las tendencias suicidas de gente predispuesta genéticamente a ello, pero no induce al suicidio. De todas formas, no hay evidencia científica sobre ese vínculo; de momento, se trata de suposiciones.
—Creía que la medicina era una ciencia exacta.
—Dentro de quinientos años quizá lo sea. A día de hoy nos quedan muchas cosas por conocer del cuerpo humano.
—¿Has podido determinar la hora de la muerte?
—Entre las dos y las tres de la madrugada, con un pequeño margen de error.
Gerrit vierte el vino en dos copas y le acerca una a Cristina.
—¿Tenía hijos?
—Uno, de diez años —responde ella.
—Este mundo es un basurero… ¿Conoces la causa del suicidio?
—Había tenido una discusión fuerte con su marido horas antes. Y su padre está enfermo de cáncer.
—Ya veo.
—¿No te parece extraño que una mujer con un hijo de diez años se suicide?
—No olvides que soy forense. Los móviles y las hipótesis son cuestión de la policía.
Gerrit acerca su copa a la nariz. Agita el vino en un movimiento espiral, lo huele dos veces, lo roza con la punta de la lengua y finalmente bebe un trago. Intenta rescatar de su memoria los comentarios de Wine Spectator, que ha leído unas horas antes en Internet.
—No está mal —opina—. Diría que tiene un aroma de chocolate negro y moras maduras, con especias de la India.
—¿Seguro que no son especias de China? —pregunta Cristina, con sorna.
—Muy graciosa.
—A mí me sabe a ventana y pintura metalizada… Diría que uno de los que pisaban las uvas se tiró un pedo, pero el vino está rico. Lo que importa es la compañía, ¿no?
—Contigo a mi lado, me conformaría con el agua de los floreros.
Cristina se revuelve en su silla. Gerrit tiene una gran habilidad para hacerle cumplidos en el momento más inoportuno.
—Esta tarde habrá llegado al NFI un segundo cadáver.
—¿Una muerte relacionada con la de Agnes Grijn? —pregunta Gerrit.
—Es posible. Su nombre era Anita Roek, y en este caso se trata de un homicidio. Queda por dilucidar si la muerte fue accidental y quién lo hizo.
—Espero que en este caso no haya huérfanos.
—No. Era una prostituta joven.
—¿En qué circunstancias murió?
—Según parece, se dio un golpe en la cabeza contra la mesilla de noche, pero tenía otras heridas.
—¿En su casa?
—En una habitación de hotel. ¿Y a que no sabes quién es el principal sospechoso?
—No.
—Nada menos que Dirk Grijn.
—¿Familiar de Agnes Grijn?
—Su marido. Después de discutir con su mujer, se fue a celebrarlo.
Dirk guarda silencio unos instantes. Agita el vino en su copa.
—¿En qué piensas? —le pregunta Cristina.
—En el hijo de Agnes Grijn. Su madre está muerta y su padre tiene muchas papeletas para acabar en la cárcel. Uno no puede escoger a su familia.
—No —asiente Cristina, pensando de repente en la disputa entre su padre y su tío Marco.
—Y crees que las muertes de Agnes Grijn y Anita Roek están relacionadas.
—Es posible. Por eso me gustaría que te ocuparas también de la otra autopsia.
—Creía que me considerabas el mejor forense de Holanda.
—De toda Europa.
Gerrit observa los ojos chispeantes de Cristina, que sonríen a causa del vino. La vida es un basurero, excepto en momentos como ese.