Capítulo 20

SON las doce cuando Cristina entra en el café Java, en la Linnaeustraat. Aunque ha empezado el día pronto no tiene hambre. Se sienta en la única mesa libre, junto a una ventana con vistas al parque. Duda entre pedir una sopa de guisantes o un Wortelstamppot —puré de patatas con zanahorias—, pero finalmente se decide por un Uitsmijter, un sándwich de huevo abierto en su parte superior.

La camarera, una mujer corpulenta, le trae el bocadillo y un vaso de leche para acompañarlo. Sonríe enseñando una dentadura muy blanca y le desea Eet smakelijk, buen provecho.

Cristina mordisquea su sándwich. Mientras observa las copas de los árboles de Oosterpark, piensa en Agnes Grijn: se hallaba deprimida, su padre padecía una enfermedad grave y su marido le engañaba. Mucha gente se suicida con menos motivos. Sin embargo, le parece extraño que se quitara la vida después de la separación de su marido. Aquel paso indicaba una voluntad de rehacer su vida. Además, tenía un hijo de diez años. Aunque le tentara el suicidio y tuviese motivos para llevarlo a cabo, pocas mujeres con hijos pequeños llegan a quitarse la vida.

Dirk Grijn no le genera simpatía, pero parece tener una coartada para esa noche. Si encuentran a la prostituta que estuvo con él. Cuando se trata de colaborar con la policía, esas mujeres suelen ser más escurridizas que un pedazo de hielo. Su trabajo de inspectora no le permite emitir juicios morales, pero algo le ronda la cabeza desde esa mañana. ¿Qué clase de hombre se iba de putas después de discutir con su mujer?

En las películas de cine negro, los sospechosos que parecen culpables nunca resultan ser los asesinos. En la vida real las cosas son más complejas, hasta el punto de que es fácil perderse en sus detalles. En la película Laura, de Otto Preminger, al detective Mac Pherson se le aparecía la supuesta víctima en mitad de la película y respondía a todos sus interrogantes. Por desgracia para Cristina, en la vida real las cosas no son tan fáciles.

Acaba su sándwich y sale del café. El hotel Little Holland se encuentra en las inmediaciones de Oosterpark, a poca distancia de allí.

El hotel ocupa un edificio de dos pisos, cuyas habitaciones se asoman a una galería y un jardín en el que crece la maleza, y que le recuerda a Cristina el de la residencia donde vive su padre.

Se identifica en recepción. El hombre que la ocupa tiene el pelo largo y los ojos soñolientos. Sobre la mesa hay varios libros abiertos, que le hacen pensar que compagina ese trabajo con sus estudios en la universidad. La última renovación del establecimiento parece datar de la década de 1970. Las paredes están sucias; las moquetas, raídas, y las lámparas recuerdan el diseño de las naves espaciales de la primera generación de Star Trek.

—¿Desde qué hora está usted en recepción? —le pregunta Cristina.

—Desde las nueve de la mañana.

—¿Vio salir a los clientes de la habitación 175?

El hombre comprueba algo en el ordenador.

—La llave de esa habitación todavía no ha sido devuelta.

Cristina mira su reloj. Pasan unos minutos de la una de la tarde.

—¿Quiere decir que los huéspedes están todavía dentro?

—Igual se han ido sin devolver la llave. Mucha gente se olvida de hacerlo.

—¿A qué hora hay que desalojar las habitaciones?

—A las doce, pero como nunca estamos al completo solemos permitir que los huéspedes se queden hasta las dos.

—Quisiera entrar en la habitación. ¿Puede darme una llave?

El recepcionista saca una tarjeta de plástico de un cajón y codifica su barra magnética. Cristina sigue al hombre por las escaleras hacia el primer piso. Caminan por una galería a la que se abren las habitaciones. Un cartón, solicitando privacidad, cuelga de la puerta de la número 175. Cristina da dos golpes enérgicos, pero nadie responde. Le pide al recepcionista que utilice la llave para abrir.

La habitación parece desordenada, y en el pasillo están desperdigados cojines y toallas. Cristina aparta una lámpara con el pie y avanza con cautela hacia el interior, empuñando su Walther.

A los pies de la cama ve el cuerpo de una mujer. Está tumbada en medio de un charco de sangre.