Capítulo 17

Unas horas más tarde

LAS esperanzas de la inspectora Molen de dormir un par de horas más se esfumaron al descubrir el cadáver de Agnes Grijn.

Tamara la ha tenido al teléfono un buen rato. Se sentía culpable por no haber impedido la huida nocturna de Agnes Grijn y se reprochaba no haberla vigilado más de cerca. Lo que realmente la aterraba era hablar con Eddie cuando se despertara, pues su padrastro se hallaba ilocalizable.

Hacía años que Cristina y Tamara no tenían una conversación tan larga, si es que puede considerarse como tal el monólogo lacrimoso con el que Tamara ha torturado a su amiga. Con los años las personas evolucionan, se rodean de otras que cambian sus prioridades e intereses. Cristina lo ha experimentado con algunas amigas, especialmente con aquellas que se han casado y tenido hijos. Cuando habla con ellas su único punto en común es un pasado deformado por la memoria, y la conversación suele agotarse en pocos minutos.

Después de quince años en la brigada de homicidios, Cristina se siente inmunizada contra la angustia. Ha visto demasiados cadáveres, demasiados familiares aterrados por el vacío que dejan unas personas cuya existencia han dado por sentada hasta hace poco.

Los asesinatos no la dejan indiferente, pero forman parte de su trabajo. La gente nace y expira todos los días, y cuando no se trata de alguien cercano ese suceso se transforma en una estadística, en una pieza más del engranaje del mundo.

Si la víctima deja hijos pequeños, la cosa cambia. Cristina se siente especialmente motivada para resolver esos asesinatos. Está en deuda con los supervivientes, más que con la víctima. La madre de Cristina murió cuando ella era adulta, y el dolor fue insoportable. No logra siquiera imaginar lo que podría sufrir con esa pérdida un niño.

Aunque Cristina adora su independencia y soporta con estoicismo la soledad, le habría gustado ser madre. El problema es que tiene cuarenta años y muy poca paciencia. Todas sus amigas tuvieron que prescindir de algo, ya fuese la carrera profesional, la vida social o las ambiciones artísticas. A pesar de esa renuncia, o quizá debido a ella, los ojos de cualquier madre se iluminan al hablar de sus hijos. Está segura de que, si les fuese concedida la oportunidad de empezar de nuevo, ninguna de esas mujeres cambiaría esa parte de su vida.

¿Es diferente en el caso de los hombres? A Cristina le resulta difícil ponerse en su lugar. La mayoría quiere a sus hijos, se proyecta en ellos y sacia, de alguna forma, su ansia de inmortalidad. Las mujeres, por el contrario, son sus hijos. A pesar de la separación del parto, un hijo sigue formando parte del cuerpo de su madre, como un miembro amputado que todavía duele tiempo después.

Cristina piensa que su permanente insatisfacción tiene raíces genéticas. A veces se pregunta si tener un hijo le haría feliz, al menos durante unos años. Acaba de entrar en la cuarentena, y aunque biológicamente está a tiempo de ser madre, la posibilidad de compartir su vida con un hombre le aterra. Podría adoptar a un niño, pero ¿qué tipo de vida podría darle? Trabaja doce horas diarias y apenas está en casa. Ya tiene bastantes dificultades para cuidar de Stitch. El precio de la maternidad le parece demasiado alto, y no se ve con fuerzas para asumirlo.

A pesar de las dos aspirinas ingeridas en las últimas horas, su dolor de cabeza no remite. Cristina está pensando en tomarse otra pastilla cuando ve entrar en su despacho a Lisa, la secretaria del comisario Van Sisk.

El sueño de Lisa es llegar algún día a ser inspectora o, por lo menos, agente ayudante. La parálisis de su brazo derecho, a consecuencia de una poliomielitis padecida en la infancia, hace muy difícil que pueda cumplir esa ambición. Lisa había tenido la mala suerte de pertenecer al uno por ciento de la población que, estadísticamente, era incapaz de desarrollar los anticuerpos necesarios para combatir los serotipos del virus de la polio.

A pesar de su brazo impedido, Lisa es un prodigio de eficacia a la hora de acceder a ficheros en el ordenador central de la policía, cotejar huellas de sospechosos o recuperar un informe forense extraviado. Su capacidad de organización y su nostalgia por las acciones de campo la han convertido en la mejor colaboradora de Cristina. Y también en una fuente inagotable de secretos, pues tiene acceso a toda la información que pasa por la mesa de su jefe.

El commissaris Van Sisk es consciente de que Lisa le dedica más tiempo a Cristina que a él, pero tolera ese hecho, pues Cristina es la única inspectora de la brigada de homicidios que no tiene asignado un ayudante, y que sólo pide apoyo para acciones concretas. Aunque Van Sisk ha ofrecido asignarle un detective, ella insiste en hacer las cosas sola.

Al explicarle a Lisa los pormenores de sus casos, Cristina se asegura un apoyo inestimable a la hora de bucear en los archivos, solicitar diligencias judiciales o realizar engorrosas llamadas de teléfono. Además, sus conversaciones con la secretaria del comisario suelen resultarle útiles: Lisa tiene un gran instinto para identificar los detalles importantes, aquéllos que suelen contribuir a la resolución de un caso. De no ser por su brazo impedido, habría podido ser una excelente inspectora.

Lisa empezó a trabajar en la comisaría hace un par de años, y no pasa de los veinticinco. Posee una belleza dura, algo masculina, un rasgo exacerbado por la falta de movilidad de los músculos del lado derecho de su cara, también consecuencia de la poliomielitis, y que le proporciona un aspecto frágil cuando sonríe. Aunque Lisa tiene el pelo de color azabache, sus rasgos le recuerdan un poco a Cristina los de Marlene Dietrich antes de llegar a Hollywood.

—¿Has oído el último rumor?

—No —responde Cristina—, pero seguro que me lo vas a contar.

—Se dice que van a nombrar a Van Sisk para un cargo político gordo. Corre la voz de que ha pedido una excedencia de su puesto de comisario.

—Vaya rumor más insulso. Creí que me ibas a decir que se acostaba con Rils; o con Boer.

Rils y Boer son dos detectives de la brigada de homicidios a los que siempre se ve juntos. Rils es corpulento y tiene una mirada impávida, de iguana, que deja clavados en el suelo a los delincuentes. Boer es menos corpulento que su compañero, pero tiene más sentido del humor. Ninguno de los dos destaca por su inteligencia. Cada vez que los ve en la cafetería, Cristina se los imagina lanzando un hueso al aire con un fondo de música de Richard Strauss.

—Para mí que Van Sisk es heterosexual —dice Lisa, muy seria.

—Si conocieras a su mujer no pensarías eso.

—¿La has visto?

—En un par de ocasiones, ejerciendo su papel de florero: cócteles y fiestas de navidad, ya sabes. Creo que Van Sisk la trae para ver si alguien se encandila de ella y se la quita de encima.

—¿Tú crees que Van Sisk se marchará?

—Si lo hace, no tienes de qué preocuparte. La persona que lo sustituya estará encantada de disponer de alguien tan eficiente como tú.

—Aunque quizá no le guste que te dedique tanto tiempo a ti…

—Creía que lo hacías porque somos amigas.

—No intentes darme pena. ¿Sabes quién se rumorea que ocupará el puesto de comisario cuando Van Sisk se vaya?

—No tengo ni la menor idea.

—Se dice que serás tú.

—¿Yo? Pero si ni siquiera soy inspectora jefe. No van a ascenderme dos escalafones de golpe. Además, tengo fama de individualista.

—Más bien de rompehuevos. La mitad de los hombres del departamento toman viagra para reforzar su autoestima.

—No sabía que el viagra servía para eso.

—Para eso y para mucho más.

Cristina sonríe. Aún recuerda su primera conversación con Lisa, dos años atrás. Entonces le había dado la impresión de ser una persona tímida y nerviosa. Era sorprendente lo mucho que había cambiado, para bien, en aquel tiempo.

—No te preocupes, que no me van a ofrecer el puesto de comisario.

—Hasta los que te odian, que son muchos, reconocen que eres la mejor detective de la brigada de homicidios.

—Resulta reconfortante saber que mucha gente me odia.

—Si te ofrecen el puesto de comisario, ¿lo aceptarás?

Lisa escruta fijamente a Cristina, como si buscase una respuesta en su nariz.

—Si me lo ofrecen, me lo pensaré.

Cristina piensa que Lisa se parece mucho a ella, en la época en que empezó a trabajar en la brigada de homicidios. ¿Habían pasado realmente quince años? Los comienzos habían sido difíciles. Recién salida de la academia de policía, sus compañeros la consideraban demasiado atractiva para meter en cintura a los criminales. Veían en ella una tentación, más que una verdadera ayuda.

Gracias a su voluntad de hierro, Cristina se había hecho respetar en aquel entorno principalmente masculino. Sus compañeros se apostaban cervezas a que no tardaría tres meses en presentar su dimisión. No sólo había sobrevivido aquel tiempo, sino que consiguió ascensos más rápido que los hombres que conspiraban contra ella.

Las envidias habían llevado a Cristina a preferir el trabajo en solitario. Van Sisk pensaba que lo hacía por cabezonería y arrogancia, pero su verdadero motivo era ahorrarse problemas. Si hacía las cosas en soledad, no había discusiones sobre quién se llevaba el mérito o las broncas, ni tenía que preocuparse por las posibles zancadillas.

El commissaris Van Sisk aprecia la eficacia de Cristina, aunque le acusa de comportarse con el egoísmo y distanciamiento del personaje de Humphrey Bogart en El Halcón Maltés. Lo de El Halcón Maltés es un añadido de Cristina, porque la cultura cinematográfica del comisario es exigua. La única película que habría visto de Bogey era Casablanca, y duda de que hubiese estado despierto hasta el final.

Van Sisk tiene una propensión a enfadarse sin motivo, y a hablar con sus subordinados como si fuesen colegiales, pero suele ser justo y sabe valorar las cualidades de sus colaboradores.

Si deja su puesto de comisario para aceptar un cargo político, será una gran pérdida para la brigada de homicidios. Podría sustituirlo cualquier inepto devorado por un afán de grandilocuencia, una característica que Cristina ha observado en muchos hombres que ocupan cargos importantes. Al nuevo comisario quizá le moleste que Cristina actúe con tanta independencia, y tal vez le corte las alas. La gente prefiere rodearse de personas que rían sus bromas y asientan a todo. Desgraciadamente, el servilismo no figura entre las cualidades de Cristina.

—No tienes buena cara —observa Lisa—. ¿Has dormido con el hombre equivocado?

—He dormido poco. Tuve que levantarme a las cuatro de la mañana para ocuparme de un cadáver en Prinsengracht.

—¿Agnes Grijn?

—Sí.

—¿De veras piensas que fue un suicidio?

—Aún no tenemos los resultados de la autopsia, pero todo parece indicar que sí.

—¿Dejó una nota explicando sus motivos?

—No todos los suicidas dejan una nota.

—La mayoría lo hace. Es como una última voluntad. Se cagan en el mundo o lamentan no haber sido mejores hijos, amantes o hinchas de fútbol.

—En la barcaza no encontramos ninguna carta. Quizá la envió por correo.

—¿Tenía hijos la muerta?

—Uno, de diez años.

—¿Un suicidio? Eso huele más a chamusquina que el estofado de un ciego.

—A mí tampoco me encaja. Además, no sé cómo interpretar la presencia de una pistola en la encimera de la cocina.

—La pistola confirmaría la hipótesis del suicidio —opina Lisa—. Podría tratarse de un plan alternativo, por si la soga se rompía.

—¿Dónde has visto tú que una soga se rompa?

—Yo qué sé… Quizá la pistola no pertenecía a Agnes Grijn. ¿Tenía huellas dactilares?

—Ninguna.

—A un suicida no debería importarle dejar sus huellas en el arma con que se quita la vida. ¿Llevaba guantes la muerta?

—No.

—¿Y si otra persona hubiese dejado la pistola sobre la encimera?

—¿No te parece que nos estamos yendo por las ramas? En realidad, la pistola no cambia nada. No encontramos residuos de pólvora en ella, lo cual demuestra que no ha sido disparada recientemente. Y el cadáver no tenía ninguna herida de bala.

—¿Qué dice el marido de la muerta?

—No lo sabemos. Se encuentra ilocalizable.

—Estará celebrando su libertad en algún tugurio del puerto.

—Quizás aún no sepa que su mujer ha muerto.

—¿A qué se dedica?

—Tiene una editorial. La fundó con el dinero de su mujer.

—Así que un braguetazo… ¿Sigues pensando que Agnes Grijn se suicidó?

Cristina se levanta de la silla y da una vuelta por su despacho, minúsculo en comparación con el del comisario Van Sisk.

—Todavía no sé qué pensar. Ya veremos lo que dice la autopsia.

—¿Quién va a hacerla? —pregunta Lisa.

—Se lo pediré al doctor Bleeker.

—Ya me parecía a mí…

—¿Pasa algo porque sea él?

—Nada. Es Brad Pitt en versión forense, pero no pasa nada. Además, si se lo pides tú seguro que tarda menos en hacer la autopsia que Superman en ir y volver a Ostende.

—Por eso se lo voy a pedir a él. Me gustaría tener los resultados lo antes posible.

—¿Quieres que le llame?

—No, no hace falta. Ya me encargo yo.

Lisa sonríe con complicidad y sale del despacho, dejando en el aire un perfume con sabor a melocotón.

El doctor Bleeker y Cristina se conocieron hace unos meses, durante un cursillo sobre la utilización del ADN en la identificación de sospechosos. Desde entonces, Cristina le ha pedido que se ocupe de algunas de sus autopsias. Aunque su preferencia viene dictada por criterios profesionales, todo el mundo en la brigada de homicidios piensa que están liados. A Cristina le molesta ese rumor, quizá porque encierra algo de verdad. Gerrit Bleeker y ella se acostaron hace unas semanas, en una ocasión en la que el escudo de protección de Cristina quedó inutilizado por el vino. Desde aquella noche no se han vuelto a ver, y Cristina ha esquivado sus llamadas e intentos de acercamiento. Al margen de consideraciones personales, el doctor Bleeker es uno de los mejores forenses de Holanda, y Cristina prefiere que sea él quien se encargue de la autopsia de Agnes Grijn.

Aunque no tiene demasiadas esperanzas de encontrarlo a esa hora, marca el número de su despacho en el NFI, el instituto nacional forense de La Haya. Tiene suerte, y el doctor Bleeker descuelga el teléfono en persona.

—Vaya, la inspectora Molen. Supongo que me llamas para pedirme un favor.

—¿Cómo lo sabes?

—Llevo días intentando localizarte.

—No te llamo por una cuestión personal.

—Ya lo suponía. Necesitas una autopsia para ayer.

—Eres mi forense preferido.

—Debo de ser el único que todavía te coge el teléfono… Tengo que bajar al laboratorio para recoger unas pruebas. ¿Puedo llamarte más tarde?

—Te entretendré sólo un momento.

—Está bien. ¿Cómo se llama la víctima?

—Agnes Grijn. Su cadáver ha debido llegar al NFI hace un par de horas.

—Los casos del día ya han sido asignados.

—Te agradecería que te ocuparas de éste.

—¿Por algún motivo?

—Era amiga de una amiga. Presunto suicidio.

—Veré lo que puedo hacer.

—¿Podrías tener los resultados esta tarde?

—¿Sabes cuántos informes tengo pendientes de firmar?

—Muchos, pero ninguno tan urgente como el mío.

—¿Y si no consigo que me pasen la autopsia?

—Utiliza tus dotes de persuasión. Conmigo funcionaron la última vez que nos vimos.

El doctor Bleeker capta la ironía del comentario y ríe, relajando la tensión entre ambos.

—Te propongo un trato; yo hago la autopsia, y tú me dejas que te invite a cenar esta noche. Podemos hablar de los resultados durante la cena.

—Va a ser un rendez-vous de lo más romántico.

—Mayor motivo para que aceptes.

—También podrías enviarme los resultados por correo electrónico.

—Claro, pero dentro de tres días. Si quieres los resultados esta noche tendrás que cenar conmigo.