AGNES ha dejado a Eddie en la cama, leyendo un tebeo. Más tarde subirá a apagarle la luz.
Los invitados de Tamara van llegando poco a poco. El último en hacerlo es Arthur, el profesor de tenis. Viste unos vaqueros y una americana de color beige. Al verlo, Tamara se escabulle para pedirle a Florinda que tenga la cena preparada a las ocho, en la veranda.
Desde su divorcio, Tamara sólo ha tenido un par de escaramuzas amorosas, del tipo aquí te pillo, aquí te mato. Si la vida de soltera era así, habría hecho mejor en seguir casada. Su marido no era ningún Tarzán, pero cumplía con ella una vez al mes. No es que se convirtiera en un hombre lobo, ya le habría gustado a ella, pero al menos se acordaba de que Tamara tenía unas necesidades que satisfacer.
Le había costado Dios y ayuda que Arthur aceptara la invitación. Tuvo que utilizar todos sus recursos de coquetería para convencerlo. Sus encantos ya no atraían a los hombres como cuando tenía veinte años. Había desperdiciado sus mejores años con el pusilánime de su marido. Los hombres la miraban como a un yogur que hubiese excedido su fecha de caducidad. Si no tomaba la iniciativa, podía quedarse en el dique seco hasta el día del juicio final.
Tamara sonríe para sus adentros al pensar en Arthur. En deferencia a Agnes, recupera el rictus de seriedad al regresar junto a sus invitados.
—Pensaba que no vendrías —le reprocha a Arthur—. ¿Conoces a Agnes?
—Acabamos de presentarnos. Le estaba diciendo que nunca haces caso de lo que te digo.
—Se refería al tenis —precisa Agnes.
—¿Será posible? —protesta Tamara, risueña—. Acabas de llegar y ya estás haciéndome quedar mal. Ven, te presentaré al resto de los invitados… Ésta es Gabrielle, periodista. Karel, pintor. Orson, crítico de cine. Y Nanouk, la astróloga que nos hace los horóscopos para la revista.
—No me lo digas —dice la astróloga, cerrando los ojos—. ¿Eres libra?
—Virgo —responde Arthur.
—Pues hubiera dicho que eras libra. ¿No tienes ningún ascendente de ese signo?
—Ni idea. A mí eso de los horóscopos me parece una mamarrachada.
—Y a mí el tenis —dice la astróloga.
Tamara baila entre los invitados, según su idea de cómo debe comportarse una buena anfitriona.
—¿Está todo listo para la cena, Florinda? ¿Sí? De acuerdo, ya podemos pasar a la mesa.
Tamara coge del brazo al pintor, que luce un aire huraño de lobo de mar. Aunque Tamara es más baja que él, los tacones le hacen parecer más alta.
—¿Qué hay de esa exposición que tenías entre manos?
—Inauguro la semana que viene, en una galería pequeña en Jordaan.
—¿Qué día?
—El martes, a las siete y media.
—No sé si podré ir —se excusa Tamara—. Los martes tenemos consejo editorial y a veces se eterniza. ¿Qué expones?
—Naturalezas muertas.
—¿Dónde está nuestro Karel políticamente incorrecto?
—Necesitaba volver a la técnica, al dibujo.
Tamara está a punto de preguntarle qué es lo que hacía antes, pero ve acercarse a Florinda con tres fuentes y corre a ayudarle. La mesa, de hierro forjado, está iluminada por varias lámparas de aceite. Tamara da dos palmadas para llamar la atención de sus invitados.
—Chicos, el buffet está abierto. ¡Florinda, el champán! ¿Dónde se ha metido? Esta mujer está sorda.
Tamara regresa a la cocina y encuentra a Florinda de pie, cenando un tazón de caldo. Tiene frente a ella un vaso de vino y una botella sin etiquetar.
—Florinda, ¿y el champán?
—En la nevera, señora.
—¿Sólo ha metido tres botellas?
Lo único que Tamara había aprendido de su exmarido, en dieciséis años de matrimonio, era que el secreto de una buena fiesta radicaba en el exceso de alcohol.
—Baje por favor a la bodega y traiga cinco botellas más. Métalas en el congelador; si no, no estarán frías a tiempo.
Florinda deja su tazón de caldo a medio terminar y baja a la bodega. Tamara pone hielo en una olla de cocina e introduce en ella las tres botellas de champán. Regresa al jardín y las deja encima de la mesa.
—Tenéis que disculpar la heterodoxia. Cubiteras, vasos de whisky y demás utensilios masculinos se los llevó mi marido después del divorcio. ¿Me ayudas, Arthur?
Para demostrar que es ambidiestro, Arthur descorcha la botella con la mano izquierda. El corcho pasa rozando la cabeza de la astróloga.
Agnes se disculpa para ir a comprobar si Eddie duerme. Mientras sube las escaleras, piensa que ha sido un error unirse a la fiesta. Tiene la impresión de estarle aguando la diversión a Tamara.
Eddie duerme. Agnes retira el tebeo y lo deja sobre la mesilla de noche. Le da un beso en la frente, y con los ojos entelados de lágrimas cierra la puerta de la habitación.
Entra en el cuarto de baño para arreglarse el maquillaje. Tiene los ojos hinchados, y ha olvidado en casa la crema antiarrugas. Piensa, con amargura, que no es lo único que ha dejado atrás esa tarde. No será fácil rehacer su vida. Además, está la enfermedad de su padre. Si no fuera por Eddie, no le importaría… No, no puede pensar en ello. Su madre la necesita, y lo hará aún más si su padre…
Podría solicitar una plaza en La Haya e irse a vivir allí con Eddie. Su madre los recibiría con los brazos abiertos. También podría pedir una excedencia y disfrutar de un año sabático. Los últimos cursos en el instituto han sido un calvario. Al principio su trabajo la llenaba, pero hace tiempo que no encuentra ninguna satisfacción en la enseñanza.
En el mejor de los casos, sus alumnos eran apáticos; en el peor, agresivos y peligrosos. Antes intentaba concentrarse en los estudiantes más aventajados, aquellos que demostraban curiosidad por la asignatura. Cuando empezó a trabajar como profesora, solía haber en una clase dos o tres. En el último curso no había tenido ni uno. Las hordas de estudiantes iban al instituto como al servicio militar, y Agnes había acabado por contagiarse del nihilismo que reinaba en las aulas, donde alumnos y profesores aspiraban tan sólo a la supervivencia.
Agnes no necesita el dinero para vivir. A mediados de la década de 1980, tras vender los viveros de tulipanes heredados de su abuelo, su padre compró varios edificios de apartamentos en Ámsterdam, y el valor de su inversión se había multiplicado desde entonces.
Agnes se contentaba con poco. Ni siquiera les había preguntado a sus padres cuántos apartamentos poseían en Ámsterdam, a pesar de que habían escriturado algunos a su nombre para evitar el pago futuro de derechos de sucesión.
Al contrario que ella, Dirk no era capaz de poseer el dinero, sino que era poseído por él. Necesitaba cambiar de coche cada año, vestir la ropa más cara, ir de vacaciones al hotel más lujoso. Lo único en lo que Dirk parecía contentarse con poco era en su domicilio, aquella barcaza desastrada en la que habían invertido una fortuna y que, aun así, seguía siendo un pozo de humedad.
Al residir en aquella incómoda gabarra, Dirk intentaba quizás expiar algún sentimiento de culpa, o pensaba que vivir en una casa flotante le confería un aspecto bohemio a su tediosa vida. Quizá lo hacía, simplemente, porque sabía que ella odiaba aquel lugar.
Agnes sobrevivirá a su separación de Dirk. Claro que lo hará. El hecho de que ocurriese al mismo tiempo que la enfermedad de su padre tornaba las cosas más difíciles, pero tenía que ser fuerte. Debía serlo por Eddie.
Su hijo le preocupa cada vez más. Agnes no lo ve hacer amigos. Es inteligente, de eso no cabe duda, pero tiene dificultades para relacionarse. ¿De qué sirve en la vida resolver problemas de matemáticas? En el futuro los ordenadores se ocuparán de ello. Para triunfar en la vida necesitará un alto coeficiente emocional: la inteligencia en su sentido clásico sólo permite ganar concursos en la televisión.
Eddie es capaz de pensar más rápido que los otros niños, pero no va al cine, no practica deporte, no tiene amigos. Le gusta quedarse en casa con su consola de videojuegos o conectado a Internet. Quizá la culpa sea de Agnes. Tras la muerte del padre de Eddie se había ocupado demasiado del niño, que había desarrollado una dependencia insana de ella. No era capaz de establecer otros vínculos afectivos porque no había roto el cordón umbilical que lo unía a su madre. Aquello sonaba como la teoría de un judío vienés sexualmente frustrado, pero había algo de cierto en ello. Con o sin complejo de Edipo, Eddie necesita salir del cascarón, empezar a vivir su vida sin su madre, por mucho que a ambos les cueste.
Tamara la llama desde la escalera. Agnes la oye acercarse y abre la puerta del baño. Finge una sonrisa, aunque en realidad tiene ganas de llorar, como una niña que hubiese perdido su muñeca en el patio del colegio.
—He subido para ver si Eddie dormía —se justifica.
—Es normal que te sientas así, Agnes.
—Así, ¿cómo?
—Yo estaba igual al principio, cuando se acabaron las cosas con mi marido. Intenta no pensar en ello.
—No es fácil.
Tamara adopta un tono de confidencia.
—¿Qué te parece Arthur?
—¿Quién?
—Arthur, mi profesor de tenis. ¿A que es guapo?
Agnes asiente, aunque no encuentra al profesor de tenis tan impresionante como Tamara. Quizá con pantalones cortos y… callado. Piensa en Dirk, en lo que estará haciendo en ese mismo momento. Se lo imagina con su amante en su propia cama y siente ganas de llorar.
Tamara le coge la mano; parece darse cuenta de su zozobra.
—Así no resolverás nada. Estas cosas se curan con tiempo. Ven, vamos con los otros.
Caminan hacia la veranda, atravesando el jardín. La noche está clara, serena. Al mirar el cielo, Agnes tiene la impresión de que las estrellas se ríen de ella.
Los invitados conversan en grupos. Después de la poca comprensión que sus bromas han encontrado en la astróloga, Arthur charla con la periodista, que ambiciona un trabajo en la revista de Tamara. El resto de los invitados forman un segundo grupo de conversación.
—¿Nos habéis echado de menos? —pregunta Tamara.
—Menos mal que has llegado —dice Karel, señalando a la astróloga—. Esta integrista del zen quería convencerme de que soy la reencarnación de un lobo.
—Si tuvieseis que reencarnaros, ¿qué animal elegiríais? —pregunta Tamara.
—Yo el perro de Marilyn Monroe —apunta Orson—. Las mujeres suelen consentirle a sus mascotas cosas que no les permiten a sus amantes.
—Ese comentario es machista, Orson —le reprocha Tamara.
—A mí los perros no me gustan —afirma la astróloga—. Me parecen serviles.
—Los hombres podríamos aprender mucho de ellos —dice Karel.
—Sobre todo vosotros, los hombres —bromea Tamara—. Y tú, Karel, ¿con qué animal te identificas? Supongo que no con el perro de Marylin Monroe.
—No, lo mío no es el cine… Yo me identifico con el kiwi. Creo que es una especie en vías de extinción. Igual que yo.
Agnes hace un esfuerzo por entrar en la conversación. Tiene la impresión de que le está aguando la fiesta a Tamara con su silencio.
—¿Crees que la pintura también es una especie en vías de extinción? —le pregunta a Karel.
—No lo sé —responde éste—. Hace veinte años creía que la pintura podía cambiar el mundo. Hoy creo que sólo vale para ganar dinero, y más bien poco.
—Entonces, ¿por qué pintas?
—Porque soy un adicto. En estos tiempos de personalidades débiles, la mayoría de nosotros necesitamos una droga para afianzar nuestra vida. Para unos es el sexo; para otros, el trabajo. Para mí es la pintura.
Florinda aparece en el jardín. Lleva una bata de cuadros deshilachada y rulos en la cabeza.
—Es Angelique al teléfono, señora.
—¿Pasa algo? —pregunta Tamara, alarmada.
Florinda se encoge de hombros. Tamara se disculpa ante sus invitados y va a coger el teléfono, inquieta por esa hija que se parece demasiado a ella cuando tenía su edad. Al atravesar las puertas del salón tiene una visión del pasado: ve a Angelique jugando con su triciclo, arrastrando una muñeca del brazo. Aquella niña que era el centro de su mundo había desaparecido, y le cuesta reconocer a la adolescente rebelde que ha ocupado su lugar.
—Angelique, ¿sucede algo? —pregunta al coger el teléfono.
—No… bueno, sí. Creo que estoy enamorada.
—Son las once de la noche y tengo invitados en casa. ¿No me lo puedes contar mañana?
—Me moría de ganas de decírselo a alguien. Con papá no puedo hablar de estas cosas.
—¿Y cuántos años tiene el príncipe azul?
—Veintidós.
—Es muy mayor.
—Tú tienes cuarenta.
—Gracias por recordármelo… Por cierto, Agnes y su hijo Eddie van a quedarse en casa durante un tiempo.
—¿Tienen que quedarse? Ese niño es un zombi.
—No hables así de él. Los he instalado en las habitaciones de arriba… ¿Cómo está tu padre?
—Dormido delante del televisor, con la boca abierta. ¿Le digo que se ponga?
—No hace falta. Ahora que no le impide dormir a nadie, déjalo que ronque. Le das un beso de mi parte cuando despierte.
Agnes aprovecha la ausencia de Tamara para despedirse del resto de los invitados y retirarse a su habitación. Antes de irse a dormir, pasa por la cocina para beber un vaso de agua. Florinda está haciendo un solitario sobre la mesa de formica; se pone de pie al ver entrar a Agnes.
—Siéntese, Florinda. ¿Cómo es que no se acuesta?
—No tengo sueño. ¿Necesita algo?
—Sólo un vaso de agua… ya me arreglo yo. Siéntese, por favor.
—¿Está bien?
—Algún pequeño problema.
—Tiene un hijo muy, muy guapo.
—Gracias, Florinda. El problema no es mi hijo.
—¿Su marido?
Agnes asiente. Florinda parece más interesada en sus problemas que Tamara: cada vez que habla con su amiga, tiene la impresión de que no le escucha.
—¿Ha estado usted casada, Florinda?
—Ya van muchos años. Él era marinero; un día se embarcó y nunca más se supo. Por lo menos no se me llevó los ahorros. Como decía mi madre, que Dios nos libre del pasado.
—Su madre tenía mucha razón.
Agnes se despide de Florinda y sube a su habitación. Se encuentra más tranquila después de hablar con esa mujer que parece comprender las cosas sin necesidad de palabras.
Antes de ir a dormir entra en el cuarto de Eddie. Cuando era niño, Agnes solía colarse en su habitación para espiarlo durante su sueño.
No enciende la luz, para no despertarlo. Tropieza con una silla y el ruido despierta al niño, que la mira con los ojos muy abiertos, como si no hubiese estado durmiendo. Agnes se sienta en el borde de la cama y le acaricia el pelo. Tiene ganas de llorar, pero se contiene delante de él.
—¿Vamos a quedarnos a vivir aquí? —le pregunta Eddie.
—Sólo durante un tiempo.
—¿Y después?
—No lo sé. Tu padre necesita estar solo durante una temporada.
—Dirk no es mi padre.
Unas horas antes, Agnes habría reprendido a Eddie por ese comentario.
—¿Os habéis separado? —pregunta Eddie.
—Por un tiempo. Es lo mejor para todos.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. Hasta que las aguas se calmen.
—No te preocupes, mamá. Yo cuidaré de ti.
Las palabras de Eddie hacen que a Agnes se le salten las lágrimas. Se cubre los ojos con las manos, pero es incapaz de ocultar las gotas que caen por sus mejillas. Le desea buenas noches a Eddie y sale de la habitación.
Una vez en el pasillo, su móvil empieza a vibrar. La pantalla indica un número desconocido. ¿Quién puede llamarle a las once de la noche? Podría ser su madre desde el hospital, para darle noticias. Agnes duda unos segundos antes de descolgar.
—¿Quién es?
—Búscate a un soltero, zorra.
—¿Quién…? ¿Con quién quiere hablar?
—Si no dejas a mi marido, tu hijo sufrirá las consecuencias.
La llamada se corta bruscamente. Agnes entra en su habitación y se sienta en el borde de la cama. Es incapaz de sostenerse sobre sus piernas. Aquella mujer está loca, completamente loca. Tiene que detener esa bola de nieve. ¡Ha amenazado con hacerle daño a Eddie! Debe esclarecer la situación cuanto antes. No puede consentir que una lunática amenace a su hijo. Tiene que hablar con Frank, pedirle que aclare las cosas con su mujer.
Tamara continúa hablando por teléfono con su hija. Agnes se limpia las lágrimas con la manga y baja las escaleras sin hacer ruido. Alarga el brazo hacia el mueble donde Tamara guarda las llaves del coche. Se las mete en el bolsillo y, sin decirle nada a su amiga, abre la puerta de la entrada.
Al oír el ruido del motor Tamara sale corriendo al jardín, a tiempo de ver desaparecer a Agnes en medio de la noche.