ANITA se sienta en el sofá, con una taza de té en la mano. En la ventana se ha hecho de noche, como en las profundidades de un acuario. Denise descansa en la habitación contigua. Cuando tiene la regla puede llegar a dormir veinte horas diarias, algo que Anita no recuerda haber hecho en toda su vida.
Se acerca al teléfono móvil y comprueba que no tiene mensajes. Se ha citado con un cliente a las nueve, así que dispone de una hora para relajarse. Pone un CD de música oriental y se prepara para hacer yoga. Relaja sus articulaciones, una a una, e intenta observarse a sí misma desde el exterior de su cuerpo. Repite el mantra Om Mani Peme Hung, «la sabiduría está en la flor de loto». Cualquier persona podía transformarse en un Buda a través de la meditación. Incluso ella.
Le viene a la mente uno de sus clientes de la noche pasada. Es la tercera vez que contrata sus servicios. Se trata de un hombre callado, algo triste, cuyo dedo anular muestra el cerco blanquecino de una alianza escondida en el bolsillo antes de entrar en el hotel.
Intenta concentrarse en sus ejercicios de yoga, pero se imagina el cuerpo sudoroso de ese hombre sobre el suyo y siente asco. Desgraciadamente, no tiene demasiados clientes que repitan. Los hombres conocidos suponen menos riesgo, y suelen estar más necesitados de ternura que de sexo.
No conseguirá practicar yoga esa tarde. Se viste su indumentaria de trabajo y un abrigo, para evitar que los hombres pululen como moscas a su alrededor. Aprovechará la hora que tiene disponible para visitar a Michael y fumar un poco de hierba. Adora la sensación de bienestar y armonía que proporciona el hachís: es como hacer el amor con el viento, sin necesidad de acostarse con nadie.
Michael regenta un coffee shop en Da Costa Plein, cuya clientela conforman principalmente turistas extranjeros. Michael estuvo enganchado a la cocaína durante un tiempo. En aquella época, vivía por y para la droga. Tras dos noches sin dormir, se tomaba una raya de coca y era capaz de empezar de nuevo. Cuando su cuerpo reclamaba descanso, la cocaína le permitía no dárselo, acelerando la destrucción de sus células.
Michael consiguió desengancharse tras una larga terapia. Al salir del centro de desintoxicación se dedicó a vender cigarrillos de contrabando, pulseras de cuero y relojes de imitación. Después, con la ayuda de sus padres, estableció en Da Costa Plein una tienda de comercio justo, que ofrecía productos de campesinos sudamericanos —amuletos, jerseys, ponchos—, certificados por una ONG local y que en realidad provenían de China. Sumándose a la moda de los coffee shops, alimentada por la permisividad de la legislación holandesa y por el atractivo de Ámsterdam como centro turístico, Michael había reconvertido su tienda en un fumadero de hachís y marihuana.
Al entrar en el coffee shop, Anita ve que todas las mesas están ocupadas. El decorado tiene un sabor oriental. Los clientes están recostados en sillones, o sentados en esterillas de esparto y rodeados de almohadones. La atmósfera del local está muy cargada; alguien no acostumbrado a fumar marihuana podría marearse con facilidad.
Se acerca al mostrador, pero no ve a Michael. Puede que descanse esa noche o haya salido a tomar un poco de aire. Quizá se encuentre en la trastienda hablando con sus plantas, como tiene por costumbre hacer.
Anita está a punto de marcharse, pero se da cuenta de que no tiene nada mejor que hacer. Le echa un vistazo al menú, que incluye diferentes variedades de hachís y marihuana. Hay hachís negro de Afganistán y Nepal, rubio de Marruecos y el Líbano; marihuana índica y Sativa, así como una especialidad local: los pasteles espaciales, horneados con dos gramos de marihuana o hachís, una cantidad suficiente para ponerlo a uno en órbita.
Anita compra cinco gramos de hachís afgano y se sienta en la barra, en la única silla libre. Ve aparecer a Michael por una puerta de la que cuelga el cartel de privado. Le acompaña un hombre de aspecto magrebí, al que Michael trata con camaradería. Al ver a Anita, se acerca y la besa en la mejilla.
—¿Qué estás fumando?
—Lechuga de esa que vendes a doce euros —responde Anita.
—Eh, para el carro, que todas mis plantas son de calidad. El doctor acaba de hacerles un reconocimiento y dice que gozan de buena salud.
El doctor la observa con una de esas miradas que los simios machos dirigen a las hembras desde el principio de los tiempos y a las que Anita no llegará nunca a acostumbrarse. Antes de despedirse, el hombre le recomienda a Michael que trate sus plantas con mucha luz y música de Jimi Hendrix.
Cuando se quedan solos, Michael le quita a Anita el canuto de la boca. Pasa detrás de la barra y coge una bolsa de plástico, oculta tras la caja registradora. Saca un poco de hachís, y con manos expertas lía un porro.
—Toma, un Arándano. Esto es lo que fumo yo.
—Creía que habías dejado esta mierda —le dice Anita.
—Mi médico me recomendó que lo retomara. Tengo el corazón débil.
—¿Estás de broma?
—A nuestra edad tenemos que empezar a cuidarnos —ríe Michael.
—Oye, que soy bastante más joven que tú.
—Bueno, ¿qué te parece el Arándano?
—Se nota mucho la diferencia.
—¿Cómo no se va a notar? La próxima vez, antes de pedir espera a que yo llegue.
—Vale, no te enfades conmigo.
—¿Qué tal las cosas?
—Regular.
—¿Problemas con la pasma?
—Más bien con mi vida, que es una mierda. ¿Te pasa a veces?
—¿El qué?
—Estar cansado de todo.
—Muchas veces. Cuando sucede, me enchufo un arándano y no tardo en sentirme mejor.
—Me gustaría viajar un poco, ver cosas nuevas.
—Uy, uy. ¿Has tenido algún marrón?
—No quiero pasarme toda la vida en Ámsterdam, haciendo lo mismo.
—Sólo tienes que encontrar a un ricachón que te mantenga.
—No quiero depender de nadie. Quiero ser libre.
—¿Y ahora lo eres?
—Por lo menos, dependo de mí misma.
—Necesitas encontrar a un tío que valga la pena.
—Lo único que quiero es ser libre, o que me hagan creer que lo soy. ¿Pido demasiado?
—Creo que no. Yo tampoco podría estar con una mujer que me tuviese atado a los pies de la cama.
—La mayoría de los hombres creen que las mujeres les pertenecen, como si fuesen su propiedad privada.
—Hay mucho hijo de puta suelto, pero no puedes generalizar.
—Todavía no he encontrado a alguien que me haga cambiar de opinión.
—Eso es que no buscas en los sitios adecuados.
—No tengo tiempo para buscar. Ni demasiadas ganas, la verdad.
—¿Ves?, eso es una parte del problema. ¿Cuántos te haces por noche?
—No llevo la cuenta.
—¿Has tenido algún caso sabrosón últimamente?
—¿Qué entiendes tú por sabrosón?
—Uno como el que tuvimos tú y yo el mes pasado.
—Quedamos en que nunca volveríamos a hablar de aquella noche.
—Bueno, no te pongas así.
—Eres el único hombre con el que puedo hablar. No quiero estropear las cosas.
—Que conste que aquella noche tuviste suerte. Suelo cobrar por mis servicios de gigoló.
—¡Michael!
—Cuenta, ¿has tenido algo fuera de lo común últimamente?
—Ya no queda nada fuera de lo común. La gente hace las cosas más extrañas: no por placer, sino para presumir de que lo ha probado… La semana pasada me llamó un matrimonio para hacer un trío. Tenían una casa preciosa y la foto de dos niños en la mesita de noche.
—¿Cómo sabes que estaban casados?
—Los dos llevaban anillo.
—Quizá les ponían los cuernos a sus parejas y te llamaron para completar la diversión.
—Es posible, pero me hizo sentir triste.
—¿Por qué no dejas ese trabajo?
—¿Y a qué voy a dedicarme?
—Aquí necesitamos una camarera.
Anita pone su mano sobre la de Michael. Sonríe con abatimiento, como una Mona Lisa cuyo secreto estuviese a punto de ser desvelado.
—No querría perderte como amigo.
—Entonces tendremos que buscarte un millonario.
—Eso nunca. No quiero despertarme por la mañana y ver la cara de un tío al que se lo debo todo, desde los zapatos hasta los tampones que uso.
—Hay mujeres que se venden, aunque sea con la bendición de la iglesia. Tú no lo haces.
—¿Y qué hago?
—¡Te diviertes, joder! Nos tomamos la vida demasiado en serio. Lo importante es ser uno mismo, sin preocuparse de lo que piensen los demás.
—Ése es exactamente el problema, Michael: que nunca soy yo misma. Es como si viviese la vida de otra persona.