DIRK dispone de unos minutos antes de recoger a Agnes y Eddie en la Estación Central. Habría preferido pasar el día con Denise. El recuerdo de la noche pasada le provoca una erección. La piel de Denise es elástica y firme, como un arco bien tensado; no guarda ningún parecido con la flacidez de Agnes.
Antes de salir pone un poco de orden en el ático. El amigo que se lo ha prestado está en París, con la azafata bomboncito. Dirk ha visto una foto suya y no está nada mal. Tiene unas tetas de campeonato, pero él prefiere a Denise. Con una alfombra roja y una indumentaria de noche, Denise podría dar el pego por una actriz de Hollywood. Tiene clase, con independencia de lo que se ponga. A Dirk le desespera no poder mostrarse en público con ella: todos sus amigos se morirían de envidia al verla.
Deja la llave del apartamento en el buzón y sale a la calle. Su coche está aparcado a pocos metros del portal. El tráfico es denso. A pie tardaría menos en llegar a la estación Central, pero eso le obligaría a volver a buscar el coche. Y a explicarle a Agnes por qué lo aparcó en Bergstraat.
Escucha un ruido de pasos a su espalda y se vuelve, con una repentina intuición. Ve a un hombre con la cabeza rapada, envuelto en un abrigo de cuero y con la cara de no haber leído un libro en toda su vida. Dirk siente un escalofrío. Esa noche expira el plazo para resarcir la deuda y todavía no ha logrado reunir el dinero. ¿Qué pasará si no lo consigue? ¿Le darán una paliza? ¿Algo peor?
El hombre pasa de largo, sin detenerse. ¿Tenía por objeto intimidarlo, o han sido imaginaciones suyas? Si quería asustarlo, lo ha conseguido. Dirk abre la puerta del coche y se deja caer en el asiento. Respira lentamente, con los ojos cerrados, hasta que su corazón recupera su ritmo normal.
La noche con Denise le ha hecho olvidar los problemas de la editorial. Si hubiera sabido, hacía tres años, lo difícil que era publicar libros, habría montado un bar de copas en Santorini. Antes de establecerse en solitario, Dirk había pasado diez años como editor asalariado, soportando a autores de postín que no sabían escribir su nombre sin una falta de ortografía, y a divas feministas con más bigote que complejo de inferioridad.
La vida del editor literario era una porquería, pero la del empresario editor no le andaba a la zaga: negociaciones patibularias con autores dispuestos a cambiar de bando por cuatro perras; empleados tránsfugas, que intentaban llevarse una parte del negocio; contables de los que no se podía uno fiar; directores de marketing convencidos de que unas tetas en la portada bastaban para convertir la lista de la compra de un famoso en un éxito de ventas.
Y después la preocupación constante por el dinero, sin saber si le llegaría para pagar las nóminas y los derechos de autor, para financiar el estilo de vida al que tenía derecho. Siempre el dinero, el puñetero dinero.
Al principio de su periplo editorial, Dirk todavía creía en la búsqueda del best seller, esa quimera del oro que quizá hiciese rico a algún autor y a los fabricantes de papel. Durante la fiebre del oro en Alaska, algunos mineros se habían hecho millonarios; los que realmente se habían enriquecido eran quienes les vendían mulas, picos y palas para satisfacer sus ansias de grandeza.
Dirk había descubierto a unos cuantos autores jóvenes. A pesar de que hubo que remendar sus manuscritos por los cuatro costados, les dio la oportunidad de publicar su primera novela. ¿Y cómo se comportaban esos autores después, cuando tenían bajo el brazo el manuscrito de su segunda novela? Se acostaban con el mejor postor, o con aquél que les prometiese una mayor inversión en promoción, una promesa que nunca se materializaba, claro, porque nadie regala nada, pero los muy imbéciles se lo creían y cambiaban de editorial.
En aquel negocio todas las técnicas eran buenas para robarle un autor a la competencia. Dirk también las utilizaba, pero no tenía la desfachatez de presentarse después en las fiestas del mundillo de la seudocultura, en las que el sector se celebraba a sí mismo, y sonreír al competidor al que acababa de asestar una puñalada. Figurada, claro. Cuando se trataba de negocios, la sangre nunca llegaba al río.
El padre de Dirk, que pese a su cabezonería y su afición por el whisky era la persona más sabia que había conocido, aseguraba que los problemas que podían solucionarse con dinero no eran realmente problemas. Ojalá pudiese Dirk decir lo mismo.
Al llegar a la estación busca el andén en el que se detienen los trenes de La Haya. Todavía quedan seis minutos para la llegada de Eddie y Agnes. Es pronto para beber una cerveza, así que decide tomar un café en uno de los bares de la estación.
Se sienta frente al cristal y bebe la taza a sorbos, observando aquellas hormigas estrafalarias que arrastran sus maletas por el andén. ¿Qué le ha pasado a su matrimonio con Agnes? Desde hace tiempo no va bien. Los primeros meses de casados no podían esperar a verse: hacían el amor en cualquier sitio y a cualquier hora. ¿Los había separado la rutina? ¿O el tiempo, que lo destruye todo? Su problema, como el de muchas parejas, era que se habían casado porque se querían, y no para quererse, para construir un proyecto común. Cuando se casaron Dirk estaba enamorado de Agnes, y eso lo había estropeado todo.
El tren de La Haya se detiene en el andén y descarga sus pasajeros. Dirk ve descender a Agnes y Eddie, y camina a su encuentro. Besa a ambos en la mejilla y se cuelga la mochila de su mujer al hombro: sabe que Eddie nunca le dejaría llevar la suya.
—¿Qué tal está tu padre?
Agnes pone una mueca de desagrado. Dirk se pregunta si han sido sus palabras, o el hecho de que viniesen de él, la causa de su reacción.
—Está igual —responde ella, con frialdad.
—¿Queréis comer fuera de casa? —pregunta Dirk.
—Yo quiero una pizza —dice Eddie.
—¿Te apetece, Agnes?
—Me da lo mismo.
Dirk busca en su bolsillo el ticket del aparcamiento. Eddie camina de la mano de su madre, despertando nuevamente en Dirk la impresión de que está demasiado apegado a ella. A pesar de sus esfuerzos, en los tres años que lleva casado con Agnes no ha conseguido franquear el muro que lo separa del niño: los regalos, las atenciones, las visitas al cine y al planetario; nada de ello ha servido para acercarlos.
—¿Qué tal en Ámsterdam el fin de semana? —le pregunta Agnes.
—Estuve avanzando trabajo: en la editorial estamos a tope… Por cierto, el martes tengo que ir de viaje a Amberes.
Agnes no dice nada. Intuye que se trata de una excusa para quedarse en Ámsterdam con su amante. ¿Cómo será esa mujer? Más joven que ella, sin duda. Los años no han hecho mella en Dirk. A pesar de las canas, conserva la misma cara de adolescente que cuando lo conoció. Entonces le parecía el hombre más atractivo del mundo; no sólo por su físico, sino también por su sentido del humor y porque se deshacía en atenciones hacia ella: le abría la puerta del coche, le regalaba flores sin motivo y dejaba el trabajo de lado para pasar tiempo con ella.
¿Qué le había pasado al hombre con el que se había casado? Su madre le había advertido que Dirk era un oportunista, atraído por su dinero. ¿Sería cierto? Quizá la culpa no había sido sólo de Dirk. En las relaciones nunca podían achacarse todos los problemas a una de las partes. Tras la muerte de su primer marido, Agnes se había volcado demasiado en Eddie. Había creado una dependencia que ahora empezaba a pasarle factura: al verla con Dirk, Eddie se comporta como un amante celoso. Debería llevarlo a un psicólogo, pero ¿cuándo? La enfermedad de su padre absorbe todas sus energías, y lo último que necesita Agnes es un nuevo molino con el que combatir.
—¿Te encuentras bien?
Para enfatizar su pregunta, Dirk apoya la mano en la rodilla de Agnes, con un gesto que a ella le parece demasiado atento para ser sincero. Se imagina la mano de Dirk sobre el cuerpo de su amante y le pide un pañuelo para obligarle a retirarla.
—Ayer por la noche tenías el móvil apagado —dice Agnes—. ¿Dónde estuviste?
—En la oficina.
Agnes se maravilla de que el rostro de Dirk no se altere un ápice al mentir. Preferiría que le dijese la verdad abiertamente, en vez de representar esa comedia. ¿Sería mejor separarse una temporada? Lleva unos días pensando en ello, pero por el momento ha rechazado esa posibilidad. Se odia a sí misma por continuar con Dirk de esa forma, sabiendo que le engaña. El momento, sin embargo, es el peor para una separación. El estrés emocional causado por la enfermedad de su padre es enorme, y prefiere posponer la decisión sobre el futuro de su matrimonio. Necesita un poco de tiempo. Quizá las cosas se arreglen por sí solas.
Las preocupaciones la han envejecido. Su rostro, antes juvenil, ha adquirido una tonalidad grisácea. La enfermedad de su padre le está afectando también a ella. Mira por la ventana para evitar los ojos de Dirk. Sabe que conseguiría convencerla de que ha pasado la noche trabajando en la oficina: le gustaría demasiado creer que ha sido así.
Agnes acaricia el papel oculto en un bolsillo de su abrigo. Apareció un par de días atrás en el buzón, en un sobre sin matasellos. Desde entonces ha leído esa nota más de cien veces, pero su contenido sigue siendo el mismo. ¿Por qué tenía la vida que ser tan difícil?